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Narrativas de hospitalidad y desarraigo… | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Médicos sin Fronteras (MSF) utiliza una expresión bien interesante para “deletrear” los traumas psicológicos, las afectaciones mentales y el dolor en el alma (todos ellos, silenciosos, imperceptibles para un observador externo, pero punzantes para la persona “herida”) que provocan hechos lamentables derivados, por ejemplo, de las barbaries del conflicto armado (en Colombia, Siria, África), los dramas de los refugiados (en la Unión Europea) y los estragos de las catástrofes naturales (en Haití), entre otros. 

“Heridas invisibles” son dos palabras sencillas y austeras, que apenas susurran la tragedia que vive intensamente una madre que pierde a su(s) hijos(s); una esposa o un esposo que pierde a su pareja; un hermano o una hermana, un tío o una tía, un primo o una prima, un abuelo o una abuela que pierde a los miembros de su familia.

 O, en el caso de los haitianos que consideramos a los vecinos como parte de la familia, un vecino que pierde a sus conocidos del barrio y de la ciudad. ¡Pérdidas que son irreparables!

Después del 12 de enero de 2010, en las ciudades que fueron más afectadas por el terremoto (por ejemplo, la capital Puerto Príncipe, Léogâne, mi ciudad natal Petit-Goâve y otros lugares en el Sureste del país), se podía ver a una multitud deambulando por las calles, sin saber adónde ir: los sobrevivientes eran como espectros preguntándose si todavía estaban vivos y por qué.

Se escuchaba una polifonía de gritos, murmullos, llantos, como si fueran una súplica a Dios y a los espíritus del vudú. Persistía un olor fuerte que se pegaba a los rincones de las calles, a los intersticios de las casas, a este cielo gris; olor que las primeras lluvias transformaron en la fetidez de la misma muerte.

La vida humana se reducía a su mínima expresión: era apenas un recuerdo que los sobrevivientes guardaban para devolver la dignidad, la ternura y el amor a sus seres queridos. Un recuerdo para despedir, pero conservando en el corazón, a miles de personas que desaparecieron y cuyos cuerpos se quedaron destruidos, inermes, fríos, blancos como los escombros, debajo de los edificios y las casas que colapsaron.

Las consecuencias psicológicas, psiquiátricas, mentales y humanas de esta geografía del dolor tras la catástrofe “natural” en Haití no podían ser menores: muchas heridas invisibles se abrieron en el cuerpo, el alma, el espíritu, el corazón, la historia de las familias.

A pesar de las distintas ayudas en salud mental brindadas por unas cuantas organizaciones no gubernamentales, varios heridos invisibles han terminado en las calles; otros siguen deambulando sin rumbo a lo largo y ancho del país; otros más han podido salir adelante, gracias al cuidado de los suyos y a las fuertes redes de solidaridad que aún permanecen en este pueblo.

El 12 de enero de 2010 no es una fecha que ya pasó: se ha convertido definitivamente en una cicatriz que deja testimonio vivo de las heridas invisibles y de un gran mapa de dolor.

Sin embargo, la esperanza sigue latiendo: desde el momento en que ocurrió el lamentable desastre, los haitianos empezaron a sacar a los suyos y a sus vecinos de las casas y los edificios derrumbados, a construir tiendas de campaña improvisadas, a organizarse para conseguir agua, comida y seguridad, a rehacer la vida en medio de tanta muerte a punta de broma…

Me tocó acompañar como guía y traductor (español-creole) a un equipo de médicos puertorriqueños que venían desde su país a ayudar a los damnificados haitianos; me dijeron: “Esto es imposible: ¿cómo la gente ha podido levantarse y superar esta situación en tan poco tiempo?”

Me dije para mis adentros: “Esto es el pueblo haitiano: nunca se rinde. Esto es lo que llamamos cultura: seguir haciendo y rehaciendo la vida como si fuera una planta, a pesar de todo.”

Desgraciadamente, se nos abren de vez en cuenta las heridas invisibles, sobre todo, cuando nuestros dirigentes políticos se preocupan más por el poder que por el bienestar de la gente. Cuando el Estado haitiano se desentiende de sus ciudadanos. Cuando la comunidad internacional olvida a este pueblo. Cuando algunas organizaciones internacionales están más interesadas en hacer lucro con sus proyectos millonarios que en ayudar a los necesitados. Cuando los migrantes haitianos que buscan la esperanza en el continente americano se ven obligados a regresar forzadamente a su país por falta de hospitalidad y solidaridad.

Pero “la esperanza muere al último”: en el caso de Haití, no es sólo un adagio, es una realidad.

 

A 7 años del terremoto, conmemoremos la esperanza, cicatricemos las heridas invisibles.