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Columnista Invitado/a | Pablo Mella, sj

No todo el que me diga “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos (Jesús de Nazaret, Mt 7, 21)

San Ignacio de Loyola, maestro espiritual reconocido de la Iglesia católica, hizo uno de los más grandes aportes a la encarnación de la espiritualidad cristiana para nuestros días. Su pedagogía espiritual se centró en enseñar a orar con «modo y orden», algo que aprendió de los estudios tomistas que realizó en la Universidad de París. En buena medida, esta pedagogía consistió en diseñar protocolos de oración para hacer más razonable la fe, no dejándose llevar por fáciles sentimentalismos. A esos protocolos para organizar la oración y la práctica de fe llamó «ejercicios espirituales». Estos vienen tejidos con una variedad de «reglas de discernimiento» que permiten distinguir experiencias religiosas engañosas de experiencias religiosas auténticas. La expresión «ejercicios espirituales» ya había sido utilizada en la filosofía griega, pero ahora adquiría un significado novedoso.

 

 

 

 

Por qué hacer «ejercicios espirituales»

La idea subyacente a la propuesta de hacer ejercicios espirituales puede explicitarse con una analogía bien simple. Así como el cuerpo necesita ejercicios físicos para estar en forma, la vida espiritual necesita determinadas «calistenias» o rutinas reflexivas para responder coherentemente a la voluntad de Dios revelada en la vida y enseñanzas de Jesús de Nazaret. Otra analogía que puede ayudarnos a entender el propósito de tales ejercicios espirituales: solo escribe bonito quien ha hecho mucha caligrafía. La caligrafía es un medio para mejorar la letra, no un fin. Lo importante es llegar a escribir bonito (kallós (bello) –graphia (escritura); pero para ello hace falta ejercitarse una y otra vez, comparando los resultados del producto con la calidad del trazo alcanzado. Así, en los ejercicios espirituales se repiten imaginativamente diversas escenas en las que uno se ve envuelto, se reconocen los sentimientos que estas escenas producen, se identifican las reacciones que nos provocan y se comparan estas reacciones con la manera en que Jesús actuó. Ha de concluirse que una persona cristiana debe de estar persuadida que no toda expresión religiosa canaliza o expresa convenientemente la voluntad de Dios; dependerá de las motivaciones a las que responda nuestra conducta y del resultado final que se obtenga con ella.

 

 

 

 

Los ejercicios espirituales de san Ignacio se inscriben en la corriente espiritual denominada Devotio Moderna. Esta corriente espiritual de la Baja Edad Media se caracterizaba por su objetivo general: poner algo de racionalidad en la propia experiencia de fe y hacer de la vida ordinaria un espacio de encuentro con Dios. Dios ha de buscarse «en todas las cosas», en el día a día. Una de sus estrategias fundamentales de este movimiento de renovación eclesial fue conectar con las nuevas preguntas teológicas que traía la irrupción de la ciencia moderna y cuestionar el sacramentalismo litúrgico que había marcado la fe católica desde el siglo XIII, sobre todo en torno a la adoración del Cuerpo de Cristo en la hostia consagrada. Un devocionismo litúrgico exagerado o irracional amenaza en su raíz la responsabilidad moral de los cristianos, la santa libertad responsable querida por Dios. Un Cristo mágico nos hace buscar en un cielo espectacular a quien nos invita a encontrarlo en el hermano solo y desamparado (Mt 25, 31-46).

 

Se conoce como «fideísmo» la doctrina filosófica y teológica según la cual se llega a Dios renunciando al uso de la razón. Esto tiene que ver tanto con el dominio teórico como con el dominio práctico o ético, pues la razón es tanto teórica como práctica. El fideísmo ha sido declarado como doctrina no válida por la Iglesia católica (DenzingerEnchiridion, 10ma. ed., núms. 553-570; Conc. Vat. I, Const. Apostólica Dei Filius, cap. IV). La Iglesia, siguiendo a Tomás de Aquino, ha entendido que razón y fe son las dos alas con las que debe volar todo creyente cristiano (Ver Juan Pablo II, Fides et ratio, introito). Con otro vocabulario, el mismo Jesús de Nazaret condenó el fideísmo cuando expresó que no todo el que le llame machaconamente «Señor, Señor…» entra inmediatamente en la dinámica de lo querido por el Dios vivo y verdadero.

 

De la Devotio Moderna se derivó una espiritualidad que bien puede denominarse «fraternidad de la vida común», como se llamaron las comunidades que se fundaron en aquellos siglos al calor del movimiento de renovación espiritual nacido en los Países Bajos. Más que buscar grandes signos en el cielo (Hch 1, 11), actitud ya denunciada como falso cristianismo en los mismos evangelios (Mt 24, 23-24), se trata de encontrar la voluntad divina en la vida ordinaria. La vida de todos los días está repleta de signos portentosos que nos llevan a preguntar qué debemos hacer, tomando en cuenta los límites de nuestras capacidades y las grandes potencialidades de nuestra inteligencia.

 

Como tarea espiritual queda entonces recorrer un camino parecido al que recorrió Jesús en las tentaciones del desierto (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Según el testimonio de Jesús, Dios no nos mandará ángeles del cielo para que nos tropecemos con la dureza de la vida terrenal. Dios nos manda más bien a asumir nuestras vidas esperanzados, preguntándonos de todo corazón ¿dónde está tu hermano, quién es tu prójimo?

 

El Dios de Jesús no es sádico

 

La primera tentación que tenemos en estos tiempos de pandemia que nos aterroriza es considerar a Dios como un ser sádico. Este es el archiconocido Dios castigador, el que esperaba Juan el Bautista (Lc 3, 7) y al que Jesús se opuso. Según esta concepción muy extendida, que podría encontrar eco en muchos pasajes del Antiguo Testamento, Dios ha mandado el coronavirus para castigar a la humanidad por sus pecados. Suponiendo las imágenes dantescas del juicio final, su objetivo sería humillar al ser humano para que vuelva su corazón hacia Dios.

 

Esta imagen de Dios castigador tiene como trasfondo un ser celoso, egocéntrico y distante. Desde su trono celestial este dios envía «avispas que te piquen» para mostrar a la humanidad que es él quien tiene el poder absoluto y que lo ejerce como le viene en gana, sin rendir cuentas a nadie. Este dios no dialoga, escarmienta maquiavélicamente y ejecuta justicieramente sin parpadear.

 

A este Dios sádico solo se le puede rezar «pidiendo cacao», como decimos los dominicanos. Hay que repetirle machaconamente que tenga piedad, porque de no hacerlo se corre el riesgo de padecer una nueva versión de las plagas de Egipto a escala planetaria. Este ser frío y resentido no mira con cariño ni compasión a una humanidad perdida.

 

Podemos emprender en dirección inversa el camino recorrido hasta ahora y hacer un ejercicio espiritual de revisión de vida. Traigamos a la memoria la manera en que estamos rezando durante la pandemia. Si nuestra oración o actos litúrgicos están llenos de miedo al castigo eterno y se multiplican en nuestros labios frases condenatorias, es signo de que estamos presos de semejante imagen sádica de Dios. Podríamos reescribir el conocido refrán y decir: «Dime cómo oras y te diré qué imagen de Dios tienes».

 

Si comparamos esta imagen sádica con la que prevalece en Jesús de Nazaret veremos que no coinciden. El Abbá de Jesús está lleno de misericordia y «hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). Más que un sátrapa que manda a degollar arbitrariamente para gobernar con terror a quien se le oponga (Adonai Sebaot, “Dios de los ejércitos) o un justiciero (Goel), el Dios Padre de Jesús sale todos los días de su casa al encuentro de sus hijos perdidos para acogerlos con un abrazo reconciliador y compartir el banquete familiar (Lc 15, 11-24).

 

El Dios de Jesús no es milagrero: el pan «bajado del cielo»

 

Una vez superada la imagen veterotestamentaria del Dios justiciero por el don del Espíritu en el bautismo (Lc 3, 21-22), las tentaciones de Jesús fueron sobre su «ser hijo». En un momento místico, Jesús había sentido profundamente que Dios es Padre y que todos los seres humanos somos sus hijos y por tanto hermanos. De eso él no tenía ninguna duda. Pero se dio cuenta de que esta intuición profunda no le quitaba la responsabilidad de discernir cómo debía ser hijo de Dios. Dicho de otra manera, ser hijo de Dios no es un estatus adquirido sino un modo de caminar en la vida a la luz de la palabra que Dios nos dirige.

 

La primera de las tentaciones que Jesús enfrentó era la del milagro fácil. El demonio le pide a Jesús que sencillamente use su poder divino para multiplicar el pan y saciar el hambre (Lc 4, 2-4). Hay aquí un tema que se repetirá a lo largo de la vida de Jesús narrada en los evangelios. Mientras fuera reconocido como un mago multiplicador de panes tendría asegurado muchos seguidores; cuando por el contrario interpelara con la palabra profética para que cada uno asumiera la propia vida comenzaría a perder popularidad.

 

Quien magistralmente desarrolla esta tensión entre pan milagrero y palabra profética es san Juan en el capítulo 6 de su evangelio (Jn 6, 26-50). Jesús se da cuenta de improviso que la repartidera de pan lo ha hecho popular y que por su poder mágico lo querían «candidatear» para rey (Jn 6, 14-15). Jesús se escapa de esta avalancha populista del poder político y «vuelve al monte solo», como hizo Moisés en su momento. Cuando se enfrenta con la necesidad del hambre del pueblo manipulada para fines políticos, Jesús retoma el arduo camino de la palabra profética dejando de repartir el ambiguo pan seductor bajo las motivaciones del espíritu maligno. Ante la crisis producida en su misión evangelizadora, Jesús interpela con fuerza a los discípulos que aún seguían con él: «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6, 67). Pedro, como siempre, es quien toma la palabra en nombre de la comunidad, primus inter pares: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

 

Si en nuestra oración pedimos un «pan del cielo» que nos bendiga milagrosamente desde lo alto y no nos disponemos a comulgar «el pan que es la carne de Jesús» (Jn 6, 51), hemos tomado una decisión distinta a la de Pedro y la primera comunidad de la Iglesia. San Juan nos enseña que el pan «bajado del cielo», el nuevo maná, es la carne de Jesús, es decir, el pan encarnado, el «pan nuestro de cada día» que nos acompaña al caminar.

 

El camino del discernimiento en la pandemia

 

En este momento de pandemia cualquier persona de buena voluntad puede ser víctima fácil de una religiosidad desbordada. Podemos caer de rodillas ante las imágenes del Dios castigador y del Dios milagrero. Podemos pregonar con mucha irresponsabilidad, desde el sadismo espiritual, que «quien se contagió es porque Dios lo castigó» o desde el milagrerismo, que «a quien tiene fe en Jesucristo no se le pega el coronavirus». Bajo el mismo impulso podemos salir a contagiar o contagiarnos siguiendo fideístamente a peregrinos de dudosas trayectorias que dicen ser enviados por Dios (Lc 21, 8). Ante esto, tenemos el camino emprendido por Jesús contra toda tentación: el camino de la vida común y de la responsabilidad compartida. Jesús no sale como superman volando del alero del templo, sostenido por ángeles guerreros que no permiten que su pie tropiece (Lc 4, 9-11). Muy por el contrario, tropezar con la dureza de la vida es el modo misterioso de integrarse en el plan divino. Es lo que la Devotio Moderna llamó «la vida común» y que inspiró la vida de san Ignacio de Loyola.

 

En buena medida, lo que he querido expresar en estas líneas comparte su inspiración con la exhortación apostólica Gaudete et exsultate del papa Francisco. Bellamente dice el Papa: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en estos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo» (Gaudete et exsultate, n. 7).  No por casualidad esta exhortación a la santidad de la vida cotidiana concluye con una invitación al discernimiento (nn. 166-175). En este mundo de distracciones de internet, nos dice el Papa, debemos de estar más alerta que nunca porque «podría ocurrir que en la misma oración evitemos dejarnos confrontar por la libertad del Espíritu, que actúa como quiere. Hay que recordar que el discernimiento orante requiere partir de una disposición de escuchar: al Señor, a los demás, a la realidad misma que siempre nos desafía de maneras nuevas» (n. 172).

 

En este mismo tenor ignaciano que subyace en las enseñanzas del papa Francisco, Benjamín González-Buelta, nuestro maestro espiritual, nos ha regalado un bello salmo para estos días de pandemia. Hagamos oración auténtica con estas palabras, para que la fe desbordada por el terror no nos aleje de la santidad de cada día:

 

Dios en la pandemia

“Pidan y se les dará,
busquen y encontrarán”.

Pedir y buscar unidos
como el inspirar y el expirar.

Pedir nos abre el corazón

al don de Dios, en su surgir,

en su crecer y en su sazón.

Buscar nos activa enteros
para salir y encontrar el don
que ya crece entre nosotros

al ritmo y forma de lo humano.

Dios sabe lo que necesitamos
y ya ha empezado a dárnoslo

antes que se lo pidamos

y es mayor que nuestros sueños.

En los trabajadores enmascarados,
los laboratorios en silencio,

las rutinas de servidores anónimos,

la soledad intubada y muda,

el vacío respetuoso de las calles,

los templos llenos de ausencias,

las cuatro paredes familiares,

los muertos al sanar a los heridos,

los entierros sin funeral ni llanto,

el cálido aplauso de las ocho

y las insomnes redes digitales,

ya está creciendo un don impredecible

desbordando nuestras oraciones

y las previsiones de los sabios.

¿Qué nueva humanidad se está gestando
en esta tierra que gime su embarazo?

No le pidamos a Dios impacientes
que presione el vientre de la historia

y acelere el parto. Es tiempo

de silencio servicial y expectante.

Benjamín González Buelta S.J.