El 8 de abril del año 2025 no pasará desapercibido en la memoria de ningún dominicano. Ese día quedó grabado en la historia como uno de los más trágicos, no solo por la cantidad de vidas humanas que perdimos, sino por el profundo impacto emocional que sacudió a toda una nación.
Sin embargo, como suele suceder en medio del dolor, también emergen enseñanzas, momentos de claridad, y la posibilidad de rescatar lo verdaderamente esencial.
Hoy quiero hablar de una de esas luces que dejó huella: Patricia Acosta.
Nos conocimos en el colegio donde estudian nuestros hijos. Al principio, solo compartíamos saludos cordiales, pero con el tiempo, gracias a la amistad entre nuestros hijos, cultivamos un lazo más cercano. Paty era de esas personas cuya energía no pasaba desapercibida. Participé varias veces en sus dinámicas y vibrantes clases de baile, en las que no solo movíamos el cuerpo, sino también el alma. En cada sesión, las chispas de alegría y empoderamiento volaban por el aire como una inyección de ánimo para cualquier corazón apagado.
Entre pasos de baile, frases inspiradoras y una sonrisa siempre presente, Paty irradiaba vida. Pero esa energía no le restaba profundidad. Era también una madre presente, dedicada y amorosa. Siempre acompañando a su hijo mayor —amigo cercano de mi hija— en cada encuentro, en cada cumpleaños, en cada momento que celebraba la vida en comunidad.
Así era Paty.
Lamentablemente, fue una de las víctimas de la tragedia del Jet Set. Su partida dejó un vacío inmenso, pero también una estela luminosa que se hizo evidente el día de su despedida. Entre lágrimas, abrazos y dolor, también emergieron testimonios conmovedores sobre la calidad de ser humano que fue, sobre su familia, y sobre el legado que dejó en quienes la conocieron.
Ese día, más allá de la tristeza, sentí una claridad contundente: la vida, al final, no se mide por lo que acumulamos, sino por lo que dejamos en los demás. Por el amor que damos, por los valores que sembramos, por la capacidad de estar presentes en lo cotidiano.
En medio de esta reflexión, cobra aún más sentido la importancia de cultivar vínculos verdaderos. Aquellos que no dependen del interés o la conveniencia, sino del afecto sincero y del compromiso emocional. Hoy vivimos tiempos en los que, si tú no llamas, nadie llama; si tú no preguntas, nadie se entera de si estás bien o mal. Y ahí se pierde el espíritu de comunidad. Los vínculos reales se expresan en los pequeños gestos: un mensaje sin motivo, una llamada inesperada, una visita oportuna. Eso, más que cualquier palabra bonita, es lo que sostiene los lazos humanos.
Paty vivió así. Y aunque ya no esté físicamente, su ejemplo se queda como un faro que nos recuerda lo que realmente importa.