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Opinión | Por Íñigo Errejón

Hace algunos meses se abrió un cierto debate sobre la duración de la presente legislatura. Casado la daba ya por finiquitada, Sánchez anunciaba que colmaría sus cuatro años e incluso hubo quien señaló que en realidad comenzaba en ese preciso instante. Más allá de las especulaciones, lo cierto es que esta legislatura está atravesando su ecuador y no se atisban motivos por los que no vaya a completar su ciclo. Otra cuestión es qué está pasando en términos políticos en esta legislatura ciertamente excepcional y en la que el Gobierno no puede contar con la menor colaboración de la oposición ni siquiera en el combate contra la pandemia y sus consecuencias. Este artículo pretende aportar algunas notas para esa evaluación, así como proponer un rumbo para enderezar tendencias preocupantes.

Esta legislatura está atravesada por una paradoja: existe un Gobierno autodenominado progresista que descansa en una clara mayoría en las cámaras pero que sin embargo se encuentra permanentemente a la defensiva.

Este Gobierno de coalición no nació alumbrado por el empuje de los sectores más dinámicos de la sociedad española ni por un horizonte de profundización democrática compartido. Nació primero de una moción de censura que juntó a todos los que rechazaban la corrupción institucionalizada del PP y después a una suma de debilidades del PSOE y UP, que tras no haberse puesto de acuerdo en dos ocasiones -en 2016 y en 2019- se entienden pocas semanas antes del año 2020, en un contexto de retroceso electoral y cultural de la iniciativa de las fuerzas progresistas y por el contrario de avance, aunque insuficiente, de las derechas. Es por tanto un Gobierno que se forma en un ciclo de declive y que tiene como leitmotiv frenar a "las derechas".

Se trata de un motivo táctico que puede servir como punto de apoyo para recuperar la iniciativa y convocar a la amplia mayoría del pueblo español a un proceso de avance y profundización democrática. Este motivo táctico sirve quizás para ganar algunas elecciones, pero no sirve desde luego, si no es sustituido por una propuesta estratégica, para aunar las voluntades necesarias para una transformación de largo alcance.

Ya en el debate de investidura pudimos señalarle a Sánchez que su gobierno no podía contentarse con ser un Gobierno "contra la derecha", por más cómodo que eso resultase en la gestión del día a día. Porque de fondo la sociedad española está atravesando por cambios que destruyen el viejo contrato social, con sus límites pero también con sus seguridades, para sustituirlo por la desigualdad, la ley de la selva y la arbitrariedad cotidiana de quienes más tienen. Una comunidad política no es sólo un conjunto de individuos que acuden a las urnas el mismo día, sino que se conforma con afectos comunes, expectativas compartidas y certezas que legar de generación en generación. Esos elementos han sido sustituidos en España por el modelo del "sálvese quien pueda", que lejos de en libertad se traduce en desprotección e intemperie para la mayoría trabajadores al mismo tiempo que en impunidad y descaro para los sectores oligárquicos. Sobre este terreno social roto y fragmentado ha crecido, tras el regreso reaccionaro del péndulo del 15M, un tono moral de apatía, descreimiento y cinismo. Este es el caldo de cultivo perfecto para los reaccionarios. Por eso ningún proyecto progresista duradero puede establecerse sobre estos mimbres, por eso cuanto de progresista sea estriba en cuanto de justicia social realice, cuanto reconstruya la comunidad cívica, y no en cuantos epítetos se intercambie con las derechas. Pero este Gobierno aún no ha pasado del motivo táctico al motivo estratégico: la reconstrucción de la comunidad democrática española, con justicia social.

A menudo parece como si este Gobierno aspirase a con reponer los viejos equilibrios, con volver a la normalidad y restaurar la competición bipartidista -si bien con aditivos temporales por los flancos- . El problema es que tal cosa no es posible. Mientras el ejecutivo parece contentarse con hegemonizar la "moderación" contra la oposición de las derechas, estas se encuentran a la ofensiva ideológica y cultural, inmersas en un proyecto de transformación de largo recorrido que apunta a avanzar incluso sobre las tímidas conquistas del estado del bienestar español, para reducir la democracia apenas a un procedimiento de competición electoral entre élites, entregándole el resto de la vida social al gobierno del mercado, es decir, de quienes más tienen. Mientras los opinadores progresistas se atrincheran en la trinchera defensiva de la denuncia de la "polarización", sólo las fuerzas reaccionarias avanzan cada vez más las posiciones y normalizan valores y propuestas que hace diez años eran generalmente considerados como aberraciones. El Gobierno, que descansa en una mayoría que apenas usa, parece pedir disculpas a cada paso por el hecho de ser, sin darse cuenta de que paga el mismo precio que si transformase el terreno de juego.

El primer año de la pandemia y las medidas excepcionales para convertirse fueron una enorme demostración de la superioridad de los valores democráticos, de que nadie se salva solo y que para ello hacen falta instituciones públicas fuertes. Más aún, de que el bien común existe y debe ser perseguido postponiendo a veces la persecución de intereses particulares. No otra cosa fueron las medidas para enfrentar el virus. Durante los primeros meses las fuerzas conservadores se encontraban desarboladas y sin referentes: la mano invisible del mercado no estaba ni se la esperaba y parecía que las ideas de empatía, comunidad y Estado fuerte y eficaz se imponían en la práctica. Pese a nuestra insistencia, el Gobierno no aprovechó aquellos meses para impulsar transformaciones de calado que decantasen la balanza en favor de los valores entonces pujantes y prefirió dejar pasar los meses en una Comisión de Reconstrucción de la que hoy nadie se acuerda. Una farmacéutica pública para retener talento y lograr soberanía tecnológica, una tasa covid para quienes más tienen, una renta básica de emergencia o un blindaje constitucional de la sanidad pública son algunas de las propuestas en las que Más País-Verdes Equo más énfasis pusimos en aquellos meses. Eran socialmente comprendidas, vivíamos un momentum claro y clave y había mayoría parlamentaria para avanzar en ese sentido, pero se decidió esperar y dejar pasar la oportunidad.

 

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Hoy, casi un año y medio después del comienzo de la pandemia, por debajo del ruido y los aspavientos de ese bucle que llamamos "la actualidad", la vida cotidiana de los españoles se ha vuelto cada vez más difícil y la brecha entre los anuncios oficiales y su plasmación en las condiciones de vida de cada uno y de los seres queridos no para de agrandarse. El Gobierno ha perdido un tiempo precioso en presentaciones, globos sonda y "anuncios históricos" que luego llegaban tarde y mal, si llegaban, al Boletín Oficial del Estado, cuando su principal examen no se pasa en las encuestas sino en el día a día de la gente trabajadora en España.

Desde Más País- Verdes Equo, junto con las compañeras y compañeros de Compromís, hemos sido apoyo decisivo para este Gobierno desde el mismo día de su nacimiento y le hemos acompañado en algunas de las grandes decisiones. Nuestras críticas a su falta de decisión, de ambición verde y social, no nos impiden ver que es desde luego el mejor Gobierno de los que la aritmética parlamentaria permite hoy en España. Pero eso puede no ser suficiente. Hemos empujado al Gobierno a ser más decidido en la defensa de los intereses de los más humildes, en atender a los problemas que de verdad importan y en transformar un terreno social de juego en el que va enraizando el cinismo y con él el empuje electoral de las derechas. Hemos abierto un debate nacional e internacional sobre la reducción de la jornada laboral a cuatro días semanales para favorecer la conciliación, cuidar la salud, el planeta e incrementar la productividad; hemos puesto la salud mental en el centro de las preocupaciones mediáticas y políticas, sacándola del estigma y la oscuridad; hemos denunciado las condiciones de vida de los más jóvenes y la frustración de sus expectativas por la ruptura del pacto intergeneracional; y hemos señalado sistemáticamente, como un eje que atraviesa todas nuestras propuestas, que el combate contra el cambio climático es no sólo la principal tarea de nuestras sociedades sino también una oportunidad para un nuevo ciclo de prosperidad con justicia social y cientos de miles de buenos empleos verdes. Muy a menudo hemos sido pioneros en temas, propuestas y prioridades a las que después arrastramos a muchos otros. Es nuestra mejor contribución, con nuestro humilde peso parlamentario, al progreso de nuestro país y nuestro pueblo. Pero no es suficiente.

Dentro de poco se reactivarán las quinielas electorales, las encuestas, los rumores. Es de la acción del Gobierno de quien depende fundamentalmente la reválida de la mayoría en la que descansa. Los Gobiernos "de izquierdas" no son un fin en sí mismo sino un instrumento para hacer justicia social. Si no la hacen es cuando cunde el desánimo entre sus bases y quienes han depositado sus esperanzas. Las elecciones madrileñas del 4 de mayo pueden haber marcado una tendencia, tanto en el posible empuje de unas derechas fuertemente ideologizadas y abiertamente a la ofensiva sobre como en que la manera más productiva de hacerles frente no es en sus propios términos sino saliendo a disputar la vida cotidiana y buscando en "lo que de verdad importa" los afectos para una reconstrucción de la comunidad cívica. Son sin duda unas elecciones de las que tomar nota.

En adelante, el Gobierno debe hacer posible la victoria. No con jugadas maestras, con grandes titulares ni con llamamientos a la "unidad". No a última hora. Lo debe hacer ahora: debe cargarse de razones, producir ejemplos con los que poder ser defendido en las comidas familiares y dar una dirección al conglomerado progresista -que no, aún, bloque. Los indultos pueden resultar un buen ejemplo: el Gobierno se decidió a tomar una medida que a priori no parecía sencilla pero que era correcta y útil, y libró la batalla con firmeza. Este debería ser el camino para seguir dando pasos en una crisis territorial que va a necesitar más valentía democrática y en una crisis social que va a necesitar mucha más decisión para elegir, en última instancia, que se priorizan los intereses de los que menos tienen.

Por encima de todo, el Gobierno debe concentrar sus fuerzas en dos tareas. En primer lugar, debe asumir que sin cambiar un terreno social marcado por el desequilibrio cotidiano de fuerzas los gobiernos progresistas siempre serán tratados como "intrusos" en el poder político. Quizás le gustaría conformarse con ser un Ejecutivo de regreso a la vieja normalidad de finales del siglo pasado, pero sin transformaciones audaces pronto no habrá ni siquiera espacio para el más tibio reformismo. La prueba es que este Gobierno es acosado como "socialcomunista" cuando tiene una política objetivamente a la derecha de nada menos que Joe Biden, en materia fiscal, de estímulos económicos o de industrialización verde, por ejemplo. Las políticas públicas de este Gobierno deben ir orientadas a reconstruir el contrato social haciendo posible un comportamiento y una vida cotidiana como ciudadanos y no como recursos precarios al albur de los caprichos de los que más tienen.

Democratizar es desoligarquizar. Porque cómo vivimos nos educa en unos valores u otros, y la cotidianidad cada vez educa más en los valores del adversario. Fundamentalmente en el servilismo con el fuerte y la crueldad con el débil. En nuestro momento es crucial que los demócratas propongamos un futuro alternativo al del miedo y la desconfianza para con el prójimo. Pero ese futuro sólo será políticamente operativo, sólo será imaginable por las mayorías si comienza a atisbarse, a prefigurarse ya en la vida cotidiana presente, en las relaciones económicas, en los planes contra el cambio climático o en las relaciones entre géneros. Las políticas públicas progresistas deberían estar atravesadas siempre por esta voluntad utópica, si se quiere: solucionar problemas en el presente mostrando al mismo tiempo que las cosas se pueden hacer de otra forma, mostrando un camino en el que creer. No es nada sencillo pero sin eso, todo será competir en el terreno del adversario, intentando no retroceder demasiado.

En segundo lugar, necesitamos un gran empuje moral e intelectual para disputar el futuro. Tras el cierre del ciclo del 15M y el primer Podemos, el péndulo lleva unos años de regreso en sentido reaccionario. La desfachatez y la soberbia de  las derechas es la expresión de su clima de ofensiva moral. Pero esta sólo es posible sobre la timidez de los progresistas, sobre el descrédito de la política como actividad de transformación de la vida de quienes más lo necesitan. Y para ello hace falta no defraudar, recordar que se pagará el mismo precio por estar que por hacer. El viejo modelo neoliberal es injusto, depredador e insostenible. Pero puede sostenerse aún sobre el desencanto y el cinismo. Es preciso un combate por un horizonte deseable, verde, justo y libre. Porque la sociedad siga siendo posible. Ese no es el combate de las izquierdas sino del conjunto de los demócratas, que deben ser convocados, articulados, movilizados y alimentados con una moral de ofensiva que descanse en victorias concretas y ascendentes. Ir por más. No basta con "no ser" la derecha, hacemos política para que la vida sea mejor. Y no es tiempo de apocarse sino de hacerla con osadía.

Si el Gobierno avanza, estaremos. Si elige simplemente permanecer, será responsable de su suerte.