Contáctenos Quiénes somos
Opinión | Rita Indiana

Hace dos semanas, el cuerpo de un inmigrante haitiano apareció atado de pies y manos colgado de un árbol en una plaza pública en Santiago, República Dominicana.

Tras el primer golpe mediático, la impresión ante una imagen que recordaba en todo los linchamientos de negros en el sur de Estados Unidos era unánime: se trataba de un crimen de odio, impulsado por el racismo antihaitiano que pulula por todas las esferas del país y que promueven como fervor soberanista ciertos elementos de la Iglesia y el Estado.

A los pocos días, la policía concluyó que el haitiano había sido asesinado por dos compatriotas suyos, para quienes no era suficiente silenciarlo a cuchilladas sobre ciertos detalles del crimen cometido horas antes en casa de una anciana, y que decidieron exponerlo como la extraña fruta sobre la que cantara Billie Holiday.

Si efectivamente sus cómplices son culpables, lo colgaron contando con que este tipo de ejecución sería leído (y así fue) como el producto lógico de una campaña que se dice nacionalista, pero que esgrime sus machetes exclusivamente frente a la “amenaza haitiana”.

Si no fueron ellos, esta es lamentablemente una de las muchas frutas sangrientas que cosecharán los instigadores del ruido y el odio, que prefieren ver al pueblo dominicano mancharse las manos como en la masacre de 1937 a enfrentar con compasión y humanidad lo que hace décadas llamamos, como si de una fría ecuación matemática se tratara, “el problema haitiano”. 

Publicado originalmente en el diario Elpais.es