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Opinión | Riamny María Méndez Féliz

La solidaridad y el amor de amigas, amigos y parientes ayudan a sobrellevar el dolor de lo único que no tiene solución en esta vida: la muerte.

Solo queda aceptar la pérdida y seguir. En muchos pueblos dominicanos, incluyendo el mío, hubo mujeres que nos ayudaron a vivir el duelo rodeados de gente querida mientras mantenían la cohesión del grupo con sus letanías: ellas eran “las rezadoras·.

De niña las vi una y otra vez en los velorios. El ataúd en medio de la sala de la casa (en muchos pueblos no hay funerarias, ni cultura de velar a los muertos fuera del hogar); un altar con fotos de la persona difunta, santos católicos y a veces una que otra imagen de un santo no oficial; y ellas, lideresas, al mando. Durante la década de 1990 con sus voces tranquilizadoras, casi hipnóticas, dirigían las oraciones mientras los vecinos, amigos y parientes lejanos daban el pésame a la familia.

No recuerdo exactamente qué decían en sus rezos. Mezclaban unas letanías en latín con padres nuestros, el Santo Rosario y otras oraciones. Es obvio que su práctica estaba muy influenciada por el catolicismo y estas mujeres se consideraban católicas, aunque su relación con la iglesia institucional variaba. De las dos rezadoras que más recuerdo (ambas ya fallecieron), una iba a misa de forma regular y otra no.

En todo caso, su acompañamiento a los difuntos y sus familias no estaba directamente relacionado con la iglesia oficial y esto tenía su encanto: mujeres de la comunidad que nos sostuvieron en los momentos más difíciles, sin depender de una autoridad masculina y externa.

También recuerdo con una sonrisa el hecho de que sus vidas privadas no se guiaban por la moral cristiano-católica, al menos no como una norma, y la comunidad tampoco lo esperaba. Eran mujeres honestas, trabajadoras y cercanas. Podían ser viudas dedicadas solo a su familia, haberse casado varias veces, tener o no un pasado de intensos amores, bailar o no en las fiestas de palos o pedir o no ayuda a los espíritus de sus muertos. ¿Qué importaba? Solo queríamos su solidaridad, entrega y ternura.

Al final de cada rezo, nos bendecían con agua que se esparcía en la sala a través de ramas de albahaca. Su olor era penetrante y el ambiente me parecía muy solemne y sagrado, aunque nunca asocié esta sensación con un dios o santo en particular.

¿Saben por qué he recordado a las rezadoras de los velorios de mi niñez y adolescencia? Porque las necesité cuando mi abuela murió hace unos meses, y no podía poner en palabras su ausencia.

Lamentablemente hace poco también falleció una de mis tías y para el cumplemés de su muerte hubo un pequeño ritual en su casa, una especie de hora santa. Unas mujeres lideraban rezos y cumplían así el rol de mantener la cohesión social del grupo que acompañaba a los parientes en su dolor.

Al final, como hacían las rezadoras de mi niñez, rociaron agua bendita con hojas de albahaca. Y dijeron algo que me conmovió profundamente: habían rezado con mucho amor para mi tía y su familia. Mucho amor. Lo sé y lo agradezco, es el tipo de acompañamiento que necesitamos y que no me pueden dar las iglesias institucionales. No importaba tanto el rito, las rezadoras nos acompañaban con mucho amor.

Las mujeres que rezaron para mi tía y su familia, como las rezadoras tradicionales, son de la comunidad, son nuestras vecinas, amigas de nuestras madres y tías. Aunque ellas sí son parte de la Iglesia Católica oficial, se rigen por sus rezos convencionales y difunden su doctrina, son de las nuestras: cercanas, cariñosas, llenas de amor y con toda su autoridad nos bendijeron al final. Se sintió liberador.

Y me hicieron valorar en su justa dimensión el rol de esas dos mujeres que ya no están, mis dos queridas rezadoras. He preguntado si en mi pueblo todavía hay rezadoras no vinculadas con la iglesia institucional dedicadas a acompañar los velorios y me aseguran que no. Pero todavía quedan rezadoras de este tipo en algunas comunidades rurales.

Parece que se esperaba que las hijas o nietas de las rezadoras de mi pueblo continuaran con la tradición, y ninguna se interesó. Quizás la emigración de las mujeres a España o el hecho de que el trabajo limite ahora nuestra capacidad de hacer duelos de nueve días, han acabado con esta costumbre en la parte más urbana del municipio, o al menos la han reducido al mínimo.

De todos modos, me reconforta saber que, aunque más ligadas a la iglesia institucional, quedan mujeres que con sus rezos acompañan familias que lidian con la muerte.

Ya no creo en su religión, pero creo en su amor y en su autoridad que parte no de una imposición de Roma o de un pastor protestante, sino de su capacidad de guiarnos y de mantener la comunidad, la que nos ayuda a afrontar el dolor, atravesarlo y seguir viviendo. Este aporte ritual, en apariencia sencillo, es uno de los tantos que las mujeres hacen para mantener atados los hilos de la solidaridad a pesar de los cambios en nuestros pueblos.

Las historias de las rezadoras tradicionales y también de las contemporáneas, aunque no se llamen así, merecen ser rescatadas, conservadas y revaloradas sin prejuicios. Sus rezos son de esos pequeños actos que ayudaron o ayudan a mantener los hilos de comunidades que a veces parecen diluirse, aunque quizás solo estén cambiando y algunos cambios sean, quién sabe, para bien.

No estoy segura de que perder a las rezadoras sea uno de ellos. Aunque quizás sí.  También creo que su legado terminó para que fortalezcamos nuestras comunidades por otras vías, quizás sin rezos, quizás con otras oraciones más cercanas en rituales horizontales, tan diversos como cada familia. Lo fundamental es que nos enseñaron la importancia de acompañarnos y sostenernos entre nosotros, y a lo mejor sabían que la forma era secundaria, el fondo es lo importante.