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Opinión | Leonardo Boff/Teologo de la Liberación

A nadie se le pasa por la cabeza que la situación mundial sea buena.

Lo que presenciamos por los medios  digitales/sociales son escenas de guerra, niños inocentes asesinados por la furia de los ataques contra Hamas, sacrificando ilegítimamente a todo el pueblo palestino de la Franja  de Gaza, la guerra entre Rusia y Ucrania que dura ya dos años y otros 18 lugares de violencia y crímenes de guerra en África y otras partes.

Según la famosa ONG Oxfam, en 2024, la fortuna personal de los 36 individuos más ricos del mundo,  equivale  a los ingresos de más de la mitad de la humanidad, concretamente, a 4.700 millones de personas. En Brasil los 3.390 más ricos (el 0.0016%) poseen el 16% de toda la riqueza del país, más que 182 millones de brasileros (el 85% de la población).

 La misma fuente nos afirma que cada cinco segundos un niño de menos de diez años muere de hambre o de sus consecuencias más inmediatas. ¿Quién no se conmueve, en su humanidad mínima, con tales escenas dramáticas, verdaderas tragedias humanas? Parecería que hemos tocado  los límites del fin de los tiempos. Son escenas que podrían estar en el libro del Apocalipsis.

Para entender la crisis actual, debemos retroceder al siglo XVII/XVIII con la aparición del  paradigma de la modernidad. Los padres fundadores, Francis Bacon y especialmente René Descartes y otros rompieron con una larga tradición de la humanidad. Esta entendía la naturaleza, la Tierra y el propio cosmos como algo vivo  y cargado de propósito.

Pero he aquí que surge Descartes e introduce un dualismo fundamental de graves consecuencias históricas. Él distinguió la res cogitans, el ser pensante y portador de espíritu, de la res extensa, cosa extensa y material, los demás seres. El único portador del espíritu, res cogitans, es el ser humano. Los demás seres, la res extensa, obran mecánicamente y sin un sentido manifiesto. Con esto introdujo por un lado un severo antropocentrismo y por otro, un craso materialismo. La Tierra y la naturaleza solo tienen algún sentido en la medida en que se ordenan al ser humano que las trata como le apetece. Esta concepción materialista del mundo no humano abrió espacio para todo tipo de uso y abusos, inclusive en la propia  investigación científica, sin  preocupación ética de las consecuencias que de ella se podrían derivar.

De ahí nacieron todas las ciencias modernas y su aplicación práctica en una operación técnica. La tecnociencia fue el gran instrumento al servicio de los únicos portadores del espíritu, los seres humanos, separados de la  naturaleza y “dueños y señores” de ella (Descartes), transformados después en colonizadores, esclavócratas y devastadores sistemáticos de la naturaleza. La ciencia no fue puesta al servicio de la vida sino de la dominación de los otros y de la naturaleza.

De ese dualismo inicial surgieron otros dualismos: espíritu y materia, cultura y naturaleza, civilizado y salvaje, idealismo y materialismo, que desgarran la experiencia humana. Se perdió la visión de la totalidad.

Con estos presupuestos se proyectó la arquitectónica del saber atomizado, sin relacionar un saber con los otros saberes, hasta el punto de saber cada vez más sobre cada vez menos.

 

Indudablemente, este paradigma de la modernidad trajo grandes beneficios en todos los ámbitos de la vida humana, haciéndola menos penosa, refinando los medios de curación, creando los instrumentos de locomoción, las grandes avenidas de comunicación digital y nos llevó hasta el espacio exterior, a la Luna y a Marte y al universo más distante, fuera ya del sistema solar.

Ese paradigma se concentra en el reino de los medios, sin definir salvo raramente (o nunca colectivamente) los fines para los cuales los medios deben servir. El capitalismo entendió bien la cuestión y le definió un fin: un crecimiento ilimitado a través de la acumulación  individual de riqueza, en la lógica de la mayor competición posible, explotando lo más que pueda los recursos de la naturaleza, suponiendo falsamente que la Tierra también posee recursos ilimitados.

A partir de 1972 con el documento Los límites del  crecimiento, la conciencia colectiva despertó al hecho de los límites de la Tierra y de su incapacidad de sostener un proyecto ilimitado. El gran sistema de producción nunca dio mucha importancia a tal hecho. Lo decisivo es garantizar las ganancias y la riqueza.

Los empresarios y los grandes consorcios económicos y financieros están  poniendo  su confianza en la omnipotencia de la tecnociencia que sería capaz de dar una solución a todos los problemas. Esa fue y sigue siendo su gran ilusión. Su sistema económico-financiero, mundialmente integrado, está de tal forma engrasado que le faltan las condiciones y las ganas de parar. Parar sería abandonar su fin, la acumulación ilimitada, cambiar de la relación de  explotación a una relación amigable con la naturaleza, es decir, implicaría negarse a sí mismo. Ahora está quedando claro que el sistema mundial está agónico, dados los cambios de la faz de la Tierra.

Frente a la  voracidad del sistema mundial de explotación/devastación de la naturaleza, la Tierra viva viene reaccionando de distintas formas: con eventos extremos, con la liberación de virus, algunos misteriosos, el virus X, diez veces más letal que el coronavirus, cubriendo todo el planeta. Ha vuelto   obsoletas las fronteras entre las naciones y afectado peligrosamente a toda la humanidad.

Últimamente el cambio climático  parece haber alcanzado un punto irreversible. La Tierra ha cambiado debido a las prácticas irresponsables (antropoceno) de los que toman las decisiones políticas, controlan el curso mundial de los capitales y de las finanzas y persisten en la devastación de la naturaleza. Sería injusto atribuir simplemente ese cambio climático a la actividad de las grandes mayorías empobrecidas que, comparadas con las citadas, poco contribuyen. Estamos presenciando a nivel mundial los efectos deletéreos de esos cambios: los eventos extremos. La ciencia y la técnica ya no podrán revertir esta mutación, solo advertir la llegada de los eventos amenazadores (inundaciones, vendavales, tsunamis, sequías  prolongadas y nevadas aterradoras) y aminorar sus efectos dañinos.

Ahora podemos responder: ¿por qué hemos llegado adonde estamos? Porque desde hace ya tres siglos, los países dominantes  situados en el Norte Global decidieron habitar de esta forma peligrosa y devastadora la única Casa Común que tenemos. Impusieron a todo el mundo su modo de vivir, de producir, de competir y de consumir. No se nos ve como ciudadanos sino como clientes y consumidores.

Actualmente, debido al acúmulo de crisis planetarias y a nuestra capacidad de autodestruirnos con armas atómicas, hemos llegado a un punto en el que el retorno se vuelve prácticamente imposible. De seguir por el camino inaugurado hace siglos, vamos camino de nuestra  propia sepultura.

Estoy de acuerdo con el viejo Martin Heidegger: “Sólo un Dios nos podrá salvar”.

*Leonardo Boff ha escrito La búsqueda de la justa medida: como equilibrar el planeta Tierra, Vozes 2013; Cuidar la Tierra-proteger la vida: cómo escapar del fin del mundo, Nueva Utopía 2010.