No hay mejor manera de entender el accionar de un Estado que mediante el estudio de su relación con los inmigrantes.
Esta relación con poblaciones “no nacionales”, más aún con aquellas históricamente rechazadas, deja entrever su modus operandi y permite anticipar lo que es capaz de hacer. Este postulado del sociólogo Abdelmalek Sayad cobra hoy día vigencia ante la violación de derechos que caracteriza el régimen migratorio y de deportación masiva en República Dominicana.
El pasado 15 de marzo se llevó a cabo un operativo de deportación en Villa Guerrero, El Seibo. Las escenas filmadas y los testimonios de los habitantes revelan la ilegalidad de la operación emprendida de madrugada por militares y agentes de Migración, la violación de la ley al irrumpir en las viviendas sin “el debido proceso”, el uso desproporcionado de la violencia física y verbal, el robo de dinero y otros bienes, la detención de menores de edad y de personas en estatus migratorio regular… En fin, la suspensión de todo Estado de derecho.
Lejos de ser un episodio aislado, esta escena se inscribe en una oscura década de auge de la criminalización de la inmigración haitiana y de privación histórica de sus derechos, los de su descendencia y de toda persona que aparente serlo. ¿Qué nos dice este proceder sobre las derivas del Estado y la ilegalidad que se forja desde la institución supuesta a garantizar nuestros derechos? Para responder a estas preguntas, revisitemos los hechos.
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El Estado dominicano actual ha proseguido una lógica de deshumanización y de dominación sin límites contra la inmigración haitiana. Desde Trujillo hasta el último Gobierno del PRD en el 1986, pasando por los mandatos del Consejo de Estado, el Triunvirato y Balaguer (1966-78), el Estado infringió la ley al incurrir en prácticas ilícitas en contra de estos inmigrantes al: confiscar sus papeles de identidad, no regularizar sus estatus migratorios, reagrupar forzosamente a todo inmigrante que se encontrara en territorio nacional hacia los ingenios (independientemente de su situación legal), no repatriarlos al concluir la zafra (como se estipulaba en los convenios) para obligarlos a trabajar en otros sectores de la economía nacional, en fincas de militares y funcionarios, etc. A estas políticas ilegales de despojo, coerción, sobreexplotación, ostracismo y exclusión de derechos civiles, económicos y políticos, le siguió un nuevo régimen de regulación migratoria.
Desde los años 1990 se estableció, según Wilfredo Lozano, una “lógica de deportaciones masivas, violatoria de derechos humanos básicos y a todas luces desordenada”. En su libro La paradoja de las migraciones (2008), el sociólogo observa que “las deportaciones masivas no definen mecanismo alguno de distinción entre categorías de inmigrantes sin documentación: a todos los trata igual, a aquellos que tienen documentos vencidos, a los que simplemente no poseen documentos y a los que habiendo nacido en el país no pueden demostrarlo. Y esto ocurre así, porque el criterio en general empleado para proceder a la deportación es simplemente el hecho de que a la hora de su apresamiento el inmigrante no porte consigo documento que demuestre su situación migratoria, aunque no son uno o dos los casos en que poseyéndolos también se les deporte. Esto convierte a esta política en una fuente efectiva de abusos y violaciones de derechos”.
Este régimen de deportación se ha convertido en terreno fértil de abandono del “debido proceso” y de abuso de poder. El Grupo de Apoyo a Repatriados y Refugiados (GARR) rinde constantemente cuenta de la expulsión de menores de edad no acompañados, de mujeres embarazadas y de migrantes con estatus legal. El estudio “Trato Digno” (OBMICA) da también constancias de deportaciones de personas con documentación o pertenecientes a grupos (de inmigrantes y nacionales) a los cuales el Estado irregularizó y desnacionalizó, sin haber restituido aún sus documentaciones de lugar.
El Estado no solo calla ante la ilegalidad sistémica de este “control migratorio”, también otorga, al seguir consagrándole la mayor asignación presupuestaria del Ministerio de Interior y Policía. En otro orden, ya es sabido cómo el “Centro de acogida de Haina” es un epicentro de detención arbitraria, hacinamiento, maltrato y “cobro de peajes”. La brutalidad e ilegalidad de estas prácticas ha llegado a causar la muerte de varias personas, y explica el incremento significativo de “retornos voluntarios”. Es decir, de personas que prefieren partir antes de ser sometidos a la violación total de derechos que caracteriza el sistema de deportación masiva.
Este poder arbitrario solo es posible mediante una doble política de Estado: de abdicación de las garantías sociales y de intervencionismo punitivo. No solo el Estado se ausenta ante las injusticias sistémicas de sus instituciones. Legitima y refuerza por demás la regresión de derechos. Este proceder trae terribles consecuencias para nuestro Estado de derecho, dando cancha abierta a la estatización del autoritarismo y de una ideología reaccionaria y conservadora.
En nombre de la Nación, se justifica esta visión de Estado con narrativas que arremeten contra el inmigrante (como supuesto causante del desempleo, el descalabro del sistema de salud, la inseguridad, etc.), y ocultan y disocian a la clase dirigente de sus responsabilidades reales en la crisis que azota al país. Esta maniobra revela la miseria de una casta política que asienta el autoritarismo y busca popularidad mediante la explotación del sufrimiento hacia un grupo social. Cuestiona además sobre ¿qué nación pretende el Estado construir al legitimar y normalizar el atropello de la dignidad humana?, y ¿cómo hemos llegado, como sociedad, a un nivel donde se sobrepasan los límites de indiferencia ante maltratos y violaciones, y se declare la violencia hacia una comunidad vulnerable?
Estas manifestaciones de injusticia de Estado contrastan con las expresiones de defensa de la humanidad, mostradas día a día por fracciones de la ciudadanía. El 24 de marzo, la Asociación de vendedores del Mercado de la Pulga denunció el abuso y extorsión de parte de agentes de Migración a sus compañeros de trabajo haitianos. El pasado 14 de marzo, habitantes dominicanos de Cristo Rey salieron también en defensa de los inmigrantes al presenciar el maltrato al cual eran sometidos. Uno de los residentes del barrio relató: “Él estaba diciendo que él tenía sus papeles…, que no podía dejar a las niñas solas. Entonces [los oficiales] lo estaban maltratando. Le estaban pegando corriente [señalando el cuello]. Uno vio eso, y uno salió en defensa de él, porque es un ser humano”. Por su parte, una mujer recalcaba: “[Los agentes] pueden venir hablar con el inmigrante y pedirle sus documentos. Si él no los tiene, lo pueden detener. Pero no hacer de to’ con ellos, como si fueran animales. Mira, yo no vivo aquí. Yo viajo. Y a mí no me va a gustar que allá afuera me traten como tratan a los haitianos aquí”. Estos actos de solidaridad son frecuentes en este y otros sectores populares. Son expresiones de justicia que desvelan un sentimiento común de vivir y luchar contra el poder arbitrario de un Estado que no cesa de olvidarlos, excluirlos y obligarlos a la sobrevivencia. Son expresiones de dignidad y constitucionalidad, que revierten la traición del Estado y la miseria de sus políticas, tan nefastas para la democracia y las libertades que desde allí se pretende forjar.
Amín Pérez, sociólogo, Universidad de Quebec en Montreal, Canadá.