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Opinión | Rita Indiana

La periodista dominicana Gisela Paredes acude a la Junta Central Electoral, que administra el registro civil, para renovar su documento de identidad.

 

Cuando le toca colocarse frente a la cámara le dicen que se peine ese “greñero”, que con el pelo así no le van a dar el documento, que se haga un “alisado”, como le llaman al proceso químico que ablanda las ondas en el pelo afro.

Gisela Paredes es afrodescendiente, como el 80% de la población dominicana, por ciento al cual de seguro pertenecían los empleados de la Junta que la maltrataron y no es la única con pelo de textura afro que ha enfrentado serios problemas para obtener dicho documento en la República Dominicana.

El año pasado, la dominicana descendiente de haitianos Juliana Deguis Pierre, de 29 años, acudió al Tribunal Constitucional dominicano junto a otras 48 personas porque la Junta Central Electoral les negaba duplicados de sus actas de nacimiento y de sus cédulas de identidad.

En respuesta, el Tribunal Constitucional dictó una orden que buscaba desnacionalizar a los hijos de haitianos nacidos en suelo dominicano desde 1929, con la excusa de que sus padres eran “extranjeros en tránsito”, cuando en realidad la mayoría envejece en el país trabajando en condiciones infrahumanas.

El racismo evidente en ambos casos no sorprende en un país mulato donde la palabra “prieto” sigue siendo un insulto. Lo que aquí preocupa es que sean las instituciones públicas las que promuevan este afán por producir una foto en la que aparezcamos, como diría Blades, “con los cabellos rubios, los ojos rubios y los dientes rubios”, cuando deberían estar enfocadas en re-educar y sanar a un pueblo que exhibe un síntoma de trauma poscolonial tan exacerbado como este autodesprecio.