Por Gabriel Puricelli/Coordinador del Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.lppargentina.org.ar/)
El resultado de las elecciones griegas encierra varias historias, además de la anunciada reacción ciudadana al austericidio dictado desde Berlín por Angela Merkel.
Es la historia del suicidio del Movimiento Socialista Panhelénico (Pasok), el partido cuya adoración del líder y fundador Andreas Papandreu lo asemejara más que ninguno en la posguerra a los movimientos nacionalpopulares latinoamericanos. El Pasok pagó en votos contantes el giro político de 180 grados que puso en práctica (con el decisivo empujón de la Comisión Europea) el hijo de Andreas, Yorgos. El ajustazo que llevó a la recesión durante su gobierno se profundizó con el gobierno de “gran coalición” actual en el que el Pasok se transformó en el chico de los mandados de su archienemigo histórico, Nueva Democracia, el partido del primer ministro saliente, Antonis Samaras. El celo fiscal con el que el actual viceprimer ministro Evangelos Venizelos se identificó hizo del Pasok un partido en el que ni Yorgos Papandreu quiso seguir estando: el ex primer ministro se presentó a elecciones con lista propia y, claro, no alcanzó el 3 por ciento de los votos necesario para acceder a bancas parlamentarias.
El voto griego también contiene la historia de la testarudez cuasi religiosa de la troika conformada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, que convocó a los griegos a una travesía del desierto sin premio para ellos. Una política de salvataje in extremis del euro por la que se sometió a una sobredosis de recortes a las vulnerables mayorías griegas, para que las mayorías alemanas no tuvieran que enterarse de que el sueño hegemónico puede tener costos para la vida. Es la historia de una Europa donde no se puede decir en público que todos los ciudadanos de los países de la Zona Euro tienen que contribuir con su libra de carne para que Alemania pueda seguir siendo una potencia exportadora principalísima.
Las preferencias de los griegos encapsulan la historia de la larga marcha de los eurocomunistas griegos desde la disidencia dentro del Partido Comunista hasta la llegada al gobierno. Grecia no eligió una expresión política surgida de la nada para expresar su frustración ante la crisis desatada por años de abuso patrimonialista del Estado por las élites que lo dominaron desde el fin de la dictadura de los coroneles y por el remedio atroz suministrado por la troika. Eligió a Syriza, la Coalición de la Izquierda Radical, la confluencia que impulsaron los viejos cuadros del “Partido Comunista del Interior”, después de romper con los estalinistas del “Partido Comunista del Exterior” y abrirse a los movimientos sociales de los ’80 y a la naciente ecología política. Los comunistas que combatieron la invasión nazi en la Segunda Guerra Mundial evolucionaron en direcciones divergentes ante el intervencionismo soviético en Europa. Muchos de ellos, forzados por la dictadura de los coroneles al exilio en Italia, abrazaron el modo de oponerse a Moscú y de concebir las alianzas políticas de sus correligionarios italianos y promovieron una visión comunista desde el interior de Grecia, distinta de la impuesta desde el exterior por los mandamases de la URSS.
Un jovencísimo Alexis Tsipras fue jefe de la Juventud Comunista representando a esos adultos del partido inspirados por el eurocomunismo de Enrico Berlinguer y los acompañó en la salida del partido (la sigla histórica, KKE, quedó en manos de los ortodoxos) y en la búsqueda de alianzas que su viejo partido no hubiera aceptado jamás.
Syriza, la forma que hace tiempo adoptó esa política de alianzas, es entonces un sujeto político con una larga historia y hondas raíces en la cultura política griega. Llega al gobierno con el desafío de encontrar aliados nuevos para alcanzar la mayoría en el Parlamento que se le escapó por milésimas. Llega rodeada de unas expectativas a las que Tsipras trató de darle un marco realista en la campaña. Y llega en un tiempo en que los pesimistas creían que era el de optar entre la resignación de las grandes coaliciones o la bestia negra de la ultraderecha. Un eurocomunista extemporáneo tiene delante de sí la oportunidad de demostrar que no es así.