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Opinión | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Definitivamente, la Semana Santa trasciende el catolicismo y el cristianismo, en la medida en que nos lleva a reflexionar en cuanto seres humanos sobre los “misterios” de la muerte y la vida, creamos o no en Jesús y en su pasión y resurrección que se celebran en esta fecha y que se relatan en los Evangelios.

El primer relato sobre la pasión de Jesús es muy fuerte, ya que se trata de que el mismísimo hijo de Dios, quien se hizo hombre, fue inmolado para salvar a todos los seres humanos. 

Aquí, más allá de toda cuestión de fe o consideración teológica, hay un tema importante y preocupante hasta el día de hoy: se trata de la maldad de algunos seres humanos, quienes pueden traicionar, perseguir, ofender y matar, sea por miedo, sea para ejercer injustamente el poder o simplemente por seguir irreflexivamente (como borregos) la consigna de las multitudes enardecidas. Ignorancia, injusticia, miedo, borreguismo…, la maldad usa todo lo que está a su alcance. Nunca le faltarán ni pretextos ni medios: su máquina bien aceitada es siempre creativa, inventiva y también poderosa. 

El relato cristiano de la pasión de Jesús narra justamente la cruda realidad de una humanidad que es capaz de matar incluso al que se considera intocable e inmortal: el mismo Dios en la persona de su hijo. Es el relato de un homicidio, urdido por compatriotas judíos de Jesús y correligionarios de la misma fe de un pueblo que se cree el pueblo elegido de Dios. Es un homicidio que contó con la traición por parte de uno de los discípulos más amados por Jesús, a saber, Judas. 

Pero, lo que más llama la atención es el relato del sufrimiento de una madre que llora porque le crucificaron a su hijo. ¡Una madre de crucificados como tantas que hay en el mundo!

Es el relato del dolor de una familia y de unos amigos inconsolables ante el triste espectáculo de unos compatriotas que prefieren la liberación de un malhechor a la de un justo. ¡Cuántos inocentes están encarcelados injustamente, mientras que criminales gozan de total impunidad! 

Es el relato de una autoridad que ve dónde está la verdad, pero prefiere lavarse las manos por miedo a perder su legitimidad y poder ante un pueblo manipulado. ¡Cuántos Poncios Pilatos, ávidos de poder y deseosos de mantener sus privilegios, hoy hacen la vista gorda ante la inmundicia del poder al que sirven y, por lo tanto, prefieren difundir mentiras o medias verdades o inventar pretextos!

Con razón, el relato de la pasión de Jesús ha causado repudio e incluso cruel ironía. 

Por ejemplo, dice el filósofo alemán Nietzsche en boca de uno de sus personajes, Zaratustra: “¡Creedme, hermanos míos!  Murió [ese Jesús hebreo] demasiado pronto; ¡se hubiera retractado de su doctrina, si hubiese vivido hasta mi edad! ¡Era bastante noble para saberse retractar!”

La muerte de Jesús es un plexo de paradojas. Toda una vida predicando el amor, para acabar sacrificada por el odio. Toda una vida haciendo el bien, para terminar crucificada por el mal. Toda una vida basada en la idea de que Dios es la verdad, para verse derrumbada por el triunfo de la mentira. ¿Para qué creer en estas aparentes “ficciones” como el amor, el bien, la verdad? 

Nietzsche presiente que el noble Jesús (quien se ponía del lado de los más pequeños y de quienes sufren) se hubiera retractado de su doctrina, al darse cuenta finalmente de la vanidad y la inutilidad de estas palabras grandilocuentes, si hubiese tenido la oportunidad de vivir unos añitos más.

El relato de la pasión muestra finalmente a un Jesús derrotado que ni siquiera su Padre, el Dios poderoso, puede salvar de la muerte. Un Dios que se revela como una ilusión ante la omnipotencia contundente de la maldad. Un Dios que muere y que Nietzsche no hará sino anunciar esta muerte.

Sin embargo, además del relato de la pasión de Jesús, existe otro relato: el de su resurrección. Si bien el de su muerte no se ha cuestionado (es una víctima más, por más santa y divina que se le considere), el de la resurrección es a menudo rechazado: es que no es común ver a personas que resucitan.  

El relato de la resurrección es todo lo contrario al de la pasión: se trata de la alegría de la madre de Jesús, sus hermanos, sus discípulos y su padre Dios por su victoria sobre la maldad, el sufrimiento y la muerte. Se trata de un inocente que sale victorioso de la boca y el estómago del lobo: esto tampoco pasa todos los días en la vida real (aunque sí en los libros de cuentos, como el de la Caperucita roja).

Es como si la resurrección viniera a decir que este “noble hebreo” –como Nietzsche llamaba a Jesús-  no era ingenuo, ya que vuelve de su tumba para decirnos que no se ha retractado de su doctrina, su filosofía de vida y su acción sobre la tierra. 

  

La resurrección pareciera ser un último intento para salvar a Jesús, reivindicarlo, legitimarlo y hacerlo creíble. Por eso, justamente, vuelve a la carga Nietzsche para decir que Cristo no había resucitado y que la resurrección es una farsa.

¿Qué pasa si se acepta que Cristo no resucitó? ¿Caería toda su doctrina y la fe en él? ¿En qué creemos, al final de cuenta: en su doctrina o en él mismo?

Se puede ver que el relato de la resurrección cuestiona una creencia bien arraigada, según la que quien muere (por más que, durante su vida, haya sido un ejemplo del bien, la verdad y el amor) fracasó.

¿Por qué es casi imposible aceptar que Jesús murió y no resucitó (en el sentido de que no volvió a la vida luego de su entierro) o que él triunfó sobre la muerte y su vida valió la pena? ¿Por qué este empeño en o afirmar o negar la permanencia de la muerte? ¿La muerte sería lo más importante que hay que afirmar o negar?

Allí es donde valdría la pena detenerse más en la reflexión porque, por una parte, no se puede de la nada imponer la resurrección (eliminar sin más la muerte) para justificar la doctrina o enseñanza de Jesús ya muerto, tampoco se vale obstinarse en negar la resurrección (o al menos negar que él haya vivido y su vida valió la pena) para banalizar dicha doctrina. 

Entonces, la pregunta es: ¿qué podría significar la resurrección de Jesús? 

En su libro Ejercicios Espirituales Ignacio de Loyola, fundador de los Padres Jesuitas, invita a quien hace dichos ejercicios, a pedir “gracia para alegrarme y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor” [EE. 211] en torno a la meditación de la resurrección de Jesús.

Al parecer, allí está el punto: la muerte de una vida bien vivida no nos lleva necesariamente a justificar una doctrina, sino a gozar y alegrarse, partiendo de que esta vida ya había triunfado sobre la muerte. Es como, cuando uno está seguro de haber cumplido con su misión en la vida, dice que ya puede morir tranquilo. Se trata de la muerte gozosa de nuestros seres queridos quienes hicieron enormes sacrificios por nosotros, tales como una madre, un padre, un esposo, una esposa, un amigo, una amiga, etc. Es lo que se quiere subrayar en las últimas palabras de Jesús sobre la cruz: “Todo se ha cumplido.”

 

Del mismo modo, la muerte “sacrificial”, como la que se nos cuenta en el relato de la pasión de Jesús, es también la realidad cotidiana de millones de seres humanos, quienes enfrentan hoy en el mundo el sufrimiento banal y la muerte inútil (pensemos en las víctimas del Coronavirus, el hambre, las dictaduras, el racismo y los abusos de derechos humanos), esto es, sin razón ni justificación. 

 

Si bien no sabemos si estas vidas sacrificadas para darnos vida o simplemente por maldad fueron bien vividas o no, ¿su muerte puede ser la ocasión para alegrarnos y gozar con la gloria de estas víctimas? 

 

La gracia “ignaciana” que necesitamos para comprender la resurrección y gozar con ella vendría de nuestra capacidad para ver más allá de lo que pasa cada día en el mundo, donde la vida de los más pequeños no vale mucho ya que éstos son sacrificables. La resurrección sería el nombre de esta terca resistencia (ciega) a la omnipotencia de la muerte y de esta entrañable esperanza (irrazonable) en la vida, más allá de la muerte. La resurrección sería, en definitiva, el nombre de lo posible, de todos los posibles, en contrapunto con lo que se impone como real y, peor aún, como lo único real.