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Opinión | César Pérez

La fiesta navideña, como toda fiesta, se enriquece con las costumbres, creencias y mitos que con los tiempos construyen los pueblos. Ninguna fiesta se limita a un solo tiempo, es la suma de mucho tiempo y cada civilización y/o país la vive en su contexto. En la Navidad, además del manifiesto objetivo religioso, está latente la búsqueda de la felicidad colectiva, mezclándose lo religioso, lo pagano y lo cultural.

 

Cuando se produce una mezcla de esa naturaleza, se produce necesariamente un encuentro pacífico y afortunadamente lúdico de fe. En el caso de la Navidad, quizás como en ninguna otra fecha, la fe de los creyentes se encuentra con la fe de los no creyentes. Sí, con la de estos últimos porque de acuerdo a la definición de fe, en cierta manera, también nosotros creemos en la “certeza absoluta de cosas no evidentes”: que es esa búsqueda del reino de la libertad, la igualdad y la fraternidad, valores estos que compartimos con creyentes cristianos y de otros credos.

Ningún católico o cristiano se plantea la discusión sobre el significado de la palabra felicidad; al igual que los no creyentes, ellos expresan el deseo de que todos seamos felices ahora, durante estas fiestas. Sin embargo, ser feliz aquí y ahora era idea de la Roma pre cristiana, no de la doctrina cristiana que sostiene que la felicidad es de otra vida, de otro tiempo, del tiempo de la venida del Señor. Mi entrañable amigo Enrique Rodríguez dice que la “felicidad son 15 minutos perfectos”.

En sus orígenes, el catolicismo tuvo una suerte de pecado original. Su práctica religiosa rigurosa era una cuestión que concernía básicamente a los monjes, a los sacerdotes que vivían en conventos y ermitas alejados de la población radicadas en diversos asentamientos humanos. De ahí la laxitud de los simples feligreses frente a los preceptos del catolicísimo, algo diferente al protestantismo calvinista cuyo fervor y rigor religioso se forja a través de una directa comunicación de sus fieles con Dios, sin ninguna mediación institucional o personal.

La feligresía católica siempre ha sido laxa, ha mezclado lo pagano con lo religioso y a al ser la Navidad una fiesta básicamente de esa religión, ha devenido esencialmente lúdica e irremediablemente sincrética, como la Semana Santa y la generalidad de sus fiestas. En tal sentido, el lamento de muchos católicos practicantes de que la Navidad se haya convertido en una fiesta pagana (siempre lo ha sido), orientada hacia el consumo generalmente desenfrenado, podría sustituirse por una reflexión sobre las razones que determinaron esa circunstancia.

Podrían reflexionar que a pesar de esa ocurrencia, elementos éticos de su fe: fraternidad y amor al prójimo, no dejan de estar presentes en esta fiesta y que a pesar del contenido que el tiempo y sus feligreses les dan, durante su celebración se produce una edificante convivencia de la fe católica y de otros cristianos con otras de creyentes y no creyentes.

Yo, no creyente, disfruto plenamente esta fiesta, sintiéndome más cercano a mi familia, a mis amigos y al prójimo. La asumo como un momento que me produce alegría y la gozo deseándole ¡felicidad a todos!