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Opinión | Jenny Carolina Morón/ Departamento Legal Movimiento de Mujeres Dominico-Haitianas

Cada 25 de noviembre el mundo pinta de naranja sus calles y discursos para conmemorar el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Sin embargo, más allá de los actos simbólicos y las cifras frías de feminicidios, hay una verdad que suele incomodar: la violencia no es solo un acto individual, sino una estructural.

Detrás de cada golpe, de cada silencio impuesto, hay sistemas que sostienen y reproducen la desigualdad. El patriarcado, el capitalismo y la complicidad del Estado forman una triada que hace de la violencia una práctica cotidiana, institucional y normalizada, en los barrios marginados, en los bateyes, en las fronteras y en los mercados informales.

Las mujeres, especialmente las afrodescendientes, migrantes, empobrecidas y con discapacidad, viven una violencia que no siempre deja moretones, pero sí cicatrices sociales. Se les niega el acceso a la salud, a la educación, a la documentación; son las primeras en ser explotadas laboralmente y las últimas en recibir justicia. Esta es la violencia que no se ve, pero se siente.

¿Acaso no es violencia que una madre no pueda registrar a su hijo por no tener papeles? ¿No es violencia que una mujer con discapacidad no pueda acceder a un empleo digno o a un transporte seguro?, ¿No es violencia que las mujeres trabajen jornadas enteras sin derechos laborales, mientras las políticas públicas se diseñan sin su voz? Estas formas de exclusión no son accidentes, sino consecuencias directas de un modelo económico y político que prioriza la rentabilidad sobre la vida.

Las leyes existen, pero no se aplican con enfoque de género ni de derechos humanos. Las políticas públicas llegan tarde o se quedan en papeles. Las denuncias se pierden en pasillos judiciales donde se cuestiona más a la víctima que al agresor. Así, el Estado se convierte en cómplice de un sistema que violenta a las mujeres desde su omisión.

El capitalismo patriarcal no solo explota la fuerza de trabajo, sino también los cuerpos de las mujeres. las empuja a la precariedad, al trabajo doméstico no remunerado, a los cuidados invisibles mientras unas pocas acumulan poder, millones de mujeres sostienen la economía desde el silencio, sin derechos, sin reconocimiento y muchas veces sin descanso.

A pesar de todo, las mujeres resisten, desde sus comunidades, desde los movimientos comunitarios feministas y afrodescendientes, se levantan voces que denuncian que no hay democracia sin igualdad, que no hay justicia sin equidad, y que no hay paz mientras las mujeres sigamos siendo violentadas.

Este 25 de noviembre no puede ser solo un día de luto ni de discursos vacíos; debe ser un llamado urgente a desmontar las estructuras que sostienen la violencia: el racismo, la exclusión, la pobreza, el machismo y el silencio institucional.

Porque cuando la violencia es estructura, la rebeldía y la organización son las formas más poderosas de amor y resistencia.

 

 Jenny Carolina Moron

Abogada y Defensora de derechos Humanos

Movimiento de Mujeres Dominico Haitiana -MUDHA