Antes de que llegaran el hierro y el látigo,
cuando la palabra aún viajaba por el agua,
hubo un continente de luz tendido sobre el mar:
¡Quisqueya!
Madre de los cinco latidos:
Jaragua, Marién, Maguá, Higüey y Maguana.
Cada uno de ellos era el rostro del mismo fuego,
cada uno, un canto distinto del mismo corazón.
Entonces no había muros, sino cauces.
No había dueños, había hermanos.
La lluvia caía para todos, el maíz era promesa,
y los ríos llevaban mensajes entre aldeas
como si la tierra entera respirara en un solo pecho.
Hasta que llegó la sombra con su cruz de hierro,
y vino el nombre extraño a renombrar la sangre,
vino el oro a borrar la memoria de los ríos.
Y Quisqueya, rajada de Sur a Norte por la espada,
tuvo que aprender a vivir en mitades,
a resistir con dignidad a cada lado de una frontera inventada.
Jimaní y Malpaso son testigos.
Y si no, ahí están Dajabón y Juana Méndez.
¡Preguntadles!
De aquellos surcos nacieron nuevos himnos,
de las manos heridas, pan y futuro.
Y en los cañaverales del Sur y del Este
las mujeres —madres de la aurora—
alzaron su canto entre machetes y espinas,
lavaron con sudor la vergüenza del mundo,
y sostuvieron la patria en su costado silencioso.
Ellas, que cargaron el sol en la espalda
y la esperanza en los hijos,
son las herederas de Anacaona,
la flor que no muere aunque la talen,
la llama que resiste aunque la oculten bajo el azúcar.
Hoy la isla se alimenta de dos raíces,
distintas pero hermanas,
como dos orillas que se buscan en el espejo del Caribe.
Y cada nación, con su acento y su memoria,
con su propia herida y su bandera,
tiene derecho a su nombre y a su camino,
porque la autonomía también es una forma del respeto,
y la diversidad, una raíz del amor.
Que Quisqueya no olvide su origen,
ni la sangre que la hermana bajo el sol.
Porque, aunque la historia la partiera en dos,
aún la recorre un mismo aliento,
un hilo de luz que une sus montañas y sus mares,
y en cada amanecer compartido
late la certeza de que su destino es el abrazo.




