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Medio Ambiente y Cambio Climático | Juan Bolívar Díaz

Gran parte de los que ya teníamos plena conciencia en la mitad de los gloriosos años sesenta, adoptamos para siempre la canción Blowing in the Wind que universalizó el genio creativo e interpretativo de Bob Dylan:

“Cuántos caminos debe recorrer un hombre/antes de que le llames hombre/Cuántos mares debe surcar una paloma blanca/antes de dormir en la arena/Cuántas veces deben volar las balas de cañón/antes de ser prohibidas para siempre/ La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento.

“Cuántos años puede existir una montaña/antes de que sea arrasada por el mar/ Cuántos años pueden vivir algunos/antes de que se les permita ser libres/ Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza/y fingir que simplemente no ha visto/ La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento.

“Cuántas veces debe un hombre levantar la vista/ antes de poder ver el cielo/Cuántas orejas debe tener un hombre/antes de poder oír a la gente llorar/ Cuántas muertes serán necesarias/antes de que él se dé cuenta/de que ha muerto demasiada gente/ La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento. Está silbando en el viento”.

Este himno vino a la memoria al leerse en estos días los reportajes de HOY sobre la depredación que estamos realizando, a la vista de todos, en las montañas de Constanza, la llamada madre de los ríos en el país, que no dejan de ser una repetición de los que hemos publicado desde antes de la canción de Dylan, sin que hayamos podido mover la voluntad de los políticos y gobernantes a quienes se encargó una y otra vez la protección de la naturaleza potestad, ni conmover la conciencia de los depredadores.

Cuántas veces más tendremos que entonar la misma canción sobre este y muchos otros escenarios que la naturaleza levantó durante milenios y que estamos arrasando para siempre en desmedro de la vida. Y cuántos años más pasarán antes de que el daño sea definitivamente irreversible. La respuesta está silbando en el viento.

Qué más podremos hacer para que nuestros gobernantes, políticos y empresarios asimilen el grito de que no podemos seguir levantando edificios a costa del lecho de los ríos, socavados durante décadas en aras de reducir el costo de la construcción que se elevaría un poco si explotáramos las canteras de piedras hace tiempo predeterminadas. Cuánto más tendremos que agudizar el grito para que los privilegiados entiendan que nos estamos liquidando las fuentes del agua.

Cuántas muertes más tendremos que pagar antes de que cese el tráfico de influencias, el soborno y la extorsión por los que seguimos autorizando la instalación de bombas de combustibles, con equipos obsoletos y descartados por la civilización, en medio de urbanizaciones de pobres, y en violación a las más elementales previsiones de seguridad hace tiempo señaladas. La respuesta está silbando en el viento.

Qué más tendremos que hacer para que nos sacudamos y entendamos que urge poner un límite a la corrupción pública y privada, que corroe nuestras instituciones, reproduciendo la delincuencia y la inseguridad, y genera que esta sociedad se esté retrotrayendo al primitivismo y a la barbarie del ojo por ojo y diente por diente.

Y cuánto llanto más tendremos que derramar para que esta sociedad entienda que las leyes, las normas y los pactos que aprobamos no son simples sugerencias, sino el armazón y fundamento de la convivencia civilizada.

Las respuestas, amigos míos, están silbando en el viento y hay que percibirlas antes de que nos quedemos sordos. Están silbando en el viento.