Contáctenos Quiénes somos
Opinión | Por Gisell Rubiera Vargas, M.A.

En República Dominicana se les llama “guagua” al servicio de transporte en autobuses públicos que circulan por las diversas vías de las ciudades, permitiendo el acceso de traslado de un lugar a otro, a costos bajos. 

Por el hecho de ser un servicio público y como es cultura en nuestros países latinoamericanos, es un tema histórico que la prestación de estos se torne deficiente y se desarrollen no en mejores y óptimas condiciones, a lo que tiene derecho todo ciudadano/a que paga por el servicio.

Es por lo que, entorno a este servicio en particular, se ha tejido una cultura en la cual se ha denominado a los conductores de estos medios de transportes como “los dueños del país”. Esto surge a raíz del comportamiento que exhiben, los atropellos que ejecutan contra otros vehículos y ciudadanos y el incumplimiento a toda ley de tránsito que los mismos vulneran, sin que, a pesar de ser acciones que realizan a plena vista pública y de las autoridades de tránsito y de ser denunciadas por los ciudadanos que en algún momento han sido afectados o perjudicados por alguna de estas acciones, los mismos no son sometidos a ninguna acción correctiva o sancionaría.

 Por esto, los mismos se desenvuelven a sus anchas, en muchos casos reaccionan de manera violenta con los ciudadanos/as que intenta reclamar su derecho. 

De hecho, ya se ve como normal que mientras transitamos por las vías públicas, un transporte de guagua pública rebase de manera temeraria intentado pasarnos, aunque estemos en nuestro carril o en su intención de ganar la competencia con otro cristiano de su rango.

En muchas ocasiones, nos rayan los vehículos, se llevan nuestros retrovisores, nos chocan por detrás, afectando nuestra propiedad y sentir la frustración de verlos como no se detienen ni siquiera para pedir disculpas, siguen su destino a toda prisa y con actitud burlona ante la mirada atónita de sus clientes e indiferencia de las autoridades. 

Creo que muchos y muchas podemos conectar con la sensación que provocan las actitudes de estos seres, las cuales logran revolver nuestras fibras ínfimas y profundas, y en cierto grado, incitando el despliegue de neuronas que conforman un torbellino que nos quita el aire y nubla a mente por unos minutos, en tanto tratamos de equilibrar y evitar caer en la misma corriente y círculo del que hay que pedir a Dios nos libre. 

En el interín, aspiramos profundo y contamos hasta diez, mientras ellos continúan su camino con la adrenalina al 100, eufóricos, sintiéndose héroes con trofeo en manos, porque lograron lo que querían, dejando todo atrás sin recibir consecuencia alguna, listos y preparados para vivir su próxima aventura. 

Es complejo y hasta arbitrario reconocer que ello forma parte de nuestra realidad y vivencia diaria, y, sin embargo, son conductas que también podemos apreciar en nuestras relaciones de socialización y convivencia diaria. 

Y es que, con el simple hecho de adentrarnos en las profundidades de la cohabitar y socializar, es evidente como se han naturalizado conductas de evasión que construye muros donde no existían fronteras., donde no abordar, desconocer las situaciones y practicar la indiferencia, se ha instalado como norma de una comunicación interpretativa y relegada. 

Cual, si fuese una “guagua pública”, como torbellino que deja una estela de escombros a su paso, el sentido latente es la sobrevivencia, a costa de lo que sea. 

Aunque intentemos vivir por nuestro lado y a nuestra manera, como mundo, somos parte de un todo, un todo diverso, natural y real que demanda de compromiso y empatía para garantizar el desarrollo de habilidades sociales que podrían mejorar y recuperar nuestra capacidad de existir.