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Opinión | Leonardo Boff/Teologo de la Liberación

Estamos viviendo a nivel mundial y nacional una extraña paradoja. Por una parte constatamos, como en ningún periodo histórico anterior, una creciente preocupación por las víctimas de crímenes cometidos personal o colectivamente.

Por otro lado, verificamos una clamorosa indiferencia hacia las víctimas, ya sean de crímenes de feminicidio sobreviviente, o de  conflictos de alta letalidad y hacia los millones de refugiados e inmigrantes, que buscan huir de guerras o del hambre, principalmente en Europa y en Estados Unidos. Estos últimos especialmente son los más rechazados.  

En 1985 la ONU publicó la “Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder”. Fue un paso decisivo en defensa de las víctimas siempre olvidadas por la justicia en regímenes autoritarios o en democracias de baja intensidad, controladas por los poderosos,  principales causantes de víctimas.

Curiosamente en Brasil, la visión de los derechos humanos concernía prioritariamente a la defensa de los autores de los delitos, cuando su preocupación central fue siempre la protección de la dignidad de toda persona humana, de sus derechos en todas sus dimensiones.

A pesar de haber en Brasil, por lo general, un déficit normativo acerca del incentivo a los derechos de las víctimas, cabe constatar que en el Derecho Penal Contemporáneo esta preocupación ha adquirido últimamente cierta importancia. Se introdujeron   modificaciones en el Código del Proceso Penal determinando como requisito para la fijación de sentencia criminal por parte del juez, los daños por el crimen realizado. El juez impone indemnizaciones y la obligación al  condenado de resarcir a la víctima.

En suma, hay que enfatizar cierto giro jurídico: antes la responsabilidad civil se centraba en el criminal, ahora se vuelve hacia la  víctima y la compensación del daño sufrido por esta: “de una deuda de responsabilidad se ha pasado a una reparación  de indemnización”.

Esta preocupación por las víctimas adquirió resonancia mundial, cuando la Iglesia Católica (pero también otras iglesias), tras mucha vacilación despertó a la exigencia ética y moral de oír a las víctimas y compensar el daño psicológico y espiritual causado. Al principio no era así.  Un decreto de autoridades del Vaticano exigía, bajo pena canónica, que los sacerdotes pederastas no fuesen denunciados a las  autoridades civiles.

Todo quedaba ocultado dentro del mundo eclesial. Al pedófilo se le transfería a otra parroquia o diócesis, sin tener en cuenta que también allí continuaban los abusos. Este vicio afectaba a sacerdotes, obispos y hasta cardenales. Se alegaba que el silencio (nada obsequioso) era para no desmoralizar a la institución Iglesia Universal, y preservar su buen nombre como la guardiana de la moralidad y de los valores occidentales.

Esto nos remite al farisaísmo, tan combatido por el Jesús histórico, ya que los fariseos predicaban una cosa y vivían otra, dándose por piadosos (Lucas 11,45-46). Ese fariseísmo prevaleció un buen tiempo en el interior de la Iglesia Católica.

La versión predominante de las autoridades vaticanas era moralista: la pedofilia se juzgaba como un pecado; bastaba confesarlo y todo quedaba resuelto. Pero encubierto. Doble error fatal: no era solo un pecado; era un crimen horrendo y vergonzoso. El tribunal adecuado para juzgar tal crimen no era el derecho canónico sino la justicia civil del estado. Así que sacerdotes, obispos y hasta cardenales tuvieron que enfrentarse a tribunales civiles, reconocer el delito y someterse a la pena. Para otros, el propio Papa se anticipaba y mandaba a un cardenal pedófilo a un convento para que, recogido, se redimiese de sus crímenes.

El segundo error fatal: solo se tenía en cuenta al  eclesiástico pederasta. Pocos pensaban en las víctimas. Inicialmente así era como se trataba el problema de la pedofilia, inclusive dentro de la Curia Romana.

Fue necesario que interviniesen los papas,  especialmente el Papa Francisco para dar centralidad a las víctimas de los abusos sexuales. Él se reunió con muchas de ellas.  Varias veces pidió perdón en nombre de toda Iglesia por los crímenes cometidos. Ha habido diócesis en Estados Unidos que casi fueron a la quiebra por las indemnizaciones que tuvieron que pagar a las víctimas, impuestas por los tribunales civiles.

Prácticamente en todos los países y diócesis se ha investigado a clérigos pedófilos, algunas de forma dramática como en el caso de Chile que ocasionó la renuncia de gran parte del episcopado. No menos dramática fue la investigación en Alemania,  involucrando al Papa Benedicto XVI, en el tiempo en que era cardenal-arzobispo de Múnich. Tuvo que admitir delante de un tribunal civil haber sido indulgente con un sacerdote pederasta,  transfiriéndolo simplemente a otra parroquia.

Lo grave de los abusos sexuales por parte de personas del clero es la profunda escisión que crea en la mente de las víctimas. Por su naturaleza, un clérigo está rodeado de respeto por ser portador de lo sagrado y, eventualmente, es considerado como representante de Dios. Mediante el abuso criminal se rompe espiritualmente el camino de la víctima a Dios. ¿Cómo se puede pensar y amar a un Dios cuyo representante comete esos crímenes? Ese daño espiritual, además  del psicológico, está poco señalado en los análisis que se han hecho y se hacen.

Millones y millones de personas en todo el mundo son víctimas de discriminación, desprecio, odio y hasta de muerte por el color de su piel, por ser de otra creencia o de otra ideología política, de otra opción sexual o simplemente por ser pobres. Fueron los países europeos cristianizados los que hicieron más víctimas con la Inquisición, con guerras de 100 millones de muertos. Fueron ellos quienes comercializaban con personas arrancadas de África y las vendían como esclavas en las Américas y otras partes. Impusieron a sangre y fuego el colonialismo, el capitalismo depredador, el uso sistemático de la violencia para imponer en el mundo sus supuestos valores cristianos.

Desde el justo Abel hasta el último elegido, las víctimas tendrán el derecho de gritar hasta el juicio final contra las injusticias que les han sido impuestas. En el lenguaje de una víctima indígena del siglo XVI, refiriéndose-a los brutales colonizadores: “ellos fueron el anticristo sobre la tierra, el tigre de los pueblos, el chupador del indio”. Habrá un día en que toda la verdad saldrá  a la luz, a pesar de que en el tiempo presente, en las palabras de San Pablo “la verdad está aprisionada por la injusticia” (Romanos 1,18). Pero la verdad y no la violencia creadora de víctimas, escribirá la última palabra del libro de la historia.

*Leonardo Boff ha escrito Teología del cautiverio y de la liberación, Ed. San Pablo 1985.

Traducción de María José Gavito Milano