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Opinión | Riamny María Méndez Féliz

Ya se han escrito ensayos, reportajes y artículos científicos sobre la radicalización y el conservadurismo de diversos grupos religiosos cristianos y su relación con políticos anti derechos.

Así que quiero centrarme en experiencias cotidianas, historias que conozco, porque las he visto de cerca, y me hacen sentir que ciertos grupos cristianos están no solo cada vez más alejados de la realidad, de los vínculos humanos primarios (imperfectos, a fin de cuentas), sino también distanciados de la idea del amor, la idea que da sentido a su fe.

Hace unos meses, en el Metro, un grupo de pentecostales acosó a un chico que lucía afeminado, no solo predicaron contra la “abominación” como suelen hacer desde hace tiempo, sino que dieron un paso más y lo encararon directamente. El joven reaccionó al acoso con firmeza, pidió a los predicadores que lo dejaran en paz.  Algunas personas lo apoyaron. Fue valiente, pero vi el miedo y el dolor en sus ojos.

Ustedes dirán que siempre ha habido fundamentalistas cristianos. Cierto. Siempre ha habido gente profundamente excluyente, pero no había visto ese nivel de acoso tan directo y frontal. Se da cada vez un paso más para excluir, dividir y enajenar.

El catolicismo no se queda al margen de esta ola fundamentalista. Sé de una chica que, manipulada, ha decidido tener “todos los hijos que Dios le dé”, aunque porta algún problema genético que hace que los bebes mueran a los pocos días de nacer. El médico le recomendó que no se embarazara más, pero ella insiste, insiste en no usar anticonceptivos porque el Señor le mandó ese destino. Su grupo de la Iglesia, en vez de animarla a escuchar al médico, le dice que “escuche los designios de Dios”.  ¿Dónde está el amor? ¿Dónde está la compasión frente al dolor ajeno?

No están en las redes sociales. En este mundo digital, el lenguaje de los religiosos es cada vez más duro, más radical, más centrado en el miedo. Protestantes que dicen profesar “la verdad” y católicos que defienden el merito de ser “la única y verdadera” iglesia, cerrando así el diálogo con “los hermanos separados”.

Discusiones y prejuicios que antes se concentraban en pequeños grupos de militantes se popularizan y el lado menos amable de la religión se impone.

La capacidad de las personas religiosas de sentirse parte de algo más grande, de un amor más inmenso que todo lo que conocemos ( familia, amigos, pareja, hijos, sentido de pertenencia a un grupo, ideales, sueños, pasiones) me parece hermosa. Formar grupos con otros, conocidos o desconocidos, bajo la premisa de que podemos ser un solo cuerpo y apoyarnos, sin importar nuestro pasado, solo porque creemos en el mismo Dios, es, en verdad, un acto de radical y emocionante en la tradición cristiana.

Sin embargo, en la medida en la que avanzan ciertas ideas radicales, hay manifestaciones claras de que mucha gente no será (como ya ha pasado en otras épocas) bienvenida en las iglesias: desde las personas que forman parte de la comunidad lgbtqi hasta los migrantes y entre algunos grupos, incluso los divorciados.

No es que serán tratados como creyentes de segunda, como quizás ya ocurría, es que el ambiente es tan hostil que seguro no entrarán.  Una pena, independientemente de mis creencias (o no creencias), las iglesias forman parte de nuestra diversidad cultural, de la libertad para buscar la trascendencia. Y caminan hacia un pasado que niega su propia esencia, su capacidad de acoger y construir, a pesar de sus muchas fallas.

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