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Opinión | Telésforo Isaac / obispo Iglesia Episcopal Dominicana

Las crónicas de las caminatas de Jesús de Nazaret, desde la cuna hasta la cruz, son leyendas bíblicas con múltiples simbolismos, que deben ser escudriñadas con atención por los cristianos y por personas de todas clases y trasfondo cultural o religioso.

Hay que ser consciente que las personas más destacadas, no siempre nacen en palacios ni en cunas forradas de fina lana envueltas en seda. Jesús de Nazaret es el ejemplo más sobresaliente de la historia humana, por ser la figura más prominente y mejor conocida en todo el mundo.

El primer peregrinaje, caminata o migración de Jesús, tuvo lugar en el vientre de su madre María, cuando se trató de cumplir con el decreto del emperador, y la Sagrada Familia se trasladó de Nazaret de Galilea a Jerusalén (Lucas 2:15) donde no halló hospedaje, yendo entonces a Belén. Allí nació el niño, en un lugar que no era un hospedaje convencional, sino un setor inapropiado, pero el único disponible, como pasa muchas veces con los migrantes.

La segunda migración, peregrinaje, éxodo o huida de Jesús, sucedió cuando fue llevado a Egipto por José y María. Sus padres emprendieron camino con el niño, desde Belén a Egipto, huyéndole a Herodes que buscaba darle muerte al pequeño, quien fuera señalado por los sabios del Oriente como “El rey de los judíos” (Lucas 2:41-52).

Después de la muerte de Herodes, la familia se estableció de nuevo en Nazaret de Galilea (Lucas 2:39-40) y allí vivió Jesús hasta la edad de treinta años. (¿?).

Cuando Jesús cumplió doce años, fue llevado a Jerusalén para la fiesta de la Pascua como era costumbre entre los judíos. Terminada la fiesta, el niño se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado entre los maestros de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Dijo que se quedó allí, “porque él quería estar en la casa de su Padre” (Lucas: 41-50).

A través de su errante ministerio, Jesús tuvo ocasiones para visitar lugares que no eran propiamente del régimen de los judíos; más, predicó, hizo milagros de sanación; tuvo conmiseración de personas de otra fe y nacionalidades. No discriminó ni despreció a nadie; más bien, tuvo piedad y atención con personas de otras latitudes.

Durante toda su vida, él se trasladó de comarca en comarca, de ciudad en ciudad, enseñando, sanando a leprosos, exorcizando endemoniados, dando vista a ciegos, habilitando cojos para andar y socializando con personas de todas clases y condiciones.

Al acercarse la Pascua de los judíos, ya en los últimos días del itinerario de su ministerio, el Nazareno fue por última vez a Jerusalén. Allí protagonizó eventos muy notables: a) entró a Jerusalén de forma triunfante, pero cabalgando en un burro. Fue aclamado como hijo de David (Juan 11: 1-11). b) Penetró al templo y echó de allí a todos los que estaban vendiendo y comprando. Volcó las mesas de los que cambiaban dinero; proclamó lo establecido en las Escrituras: “Mi casa será declarada casa de oración… no cueva de ladrones” (Juan 21: 12-13).

La faena de Jesús fue de continua movilidad. Uno de los caminos más destacados en los Evangelios, es el “Camino de la Cruz” (Vía Crucis): la senda por donde Jesús cargó el madero de la ignominia, cuando fue desde el pretorio del centro de Jerusalén a las afueras de la muralla de la ciudad, en una colina llamada Gólgota (Juan 19:17); y donde fue crucificado.

El Camino de la Cruz es tortuoso, pedregoso y ascendente; por ahí caminó Jesús con su cruz a cuestas. Todos vamos caminando. Algunos estamos conscientes del sendero por donde nos dirigimos; otros avanzan sin rumbo determinado y sin saber cuál es su destino, pero estamos obligados a establecer la meta, tomar la decisión e ir con Jesús (el camino), y caminar juntos para lograr vivir en paz, armonía, bienestar social-espiritual-cultural y continuo desarrollo.

Las caminatas de Jesús de Nazaret pueden servir de ejemplo para toda persona sensata que anhela vivir con fe, esperanza y amor por Dios, por el prójimo, por sí mismo y por toda la creación. Caminemos, pues, sin desmayar, con certeza inquebrantable, con esperanza inagotable; porque sólo caminando por la senda pedregosa y tortuosa de la vida, se puede llegar a la sempiterna dimensión, donde se aclama triunfante: “He peleado la batalla Señor, he seguido la carrera hasta el final, he guardado la fe, y ahora puedo decir: ¡He triunfado, gracias Señor!