Cuando anidamos nuestros primeros pasos y entramos en el proceso de cuajar los pensamientos, los anhelos van moldeando nuestra ignorancia, nos fascinamos por la grandeza de la vida y nos horrorizamos por la lápida de la muerte.
En el frescor de la existencia, las ventanas de sonrisas y las caravanas de alegrías, son las determinantes y preponderantes en nuestras vidas, en la mayoría de los casos, se teje una cubierta que nos mantiene hipnotizados el dolor y subyugado el sufrimiento, la cual nos permite vivir clandestinamente la vida, en una coraza forjada por la institución más antigua, la familia, cuya única finalidad en esta etapa de nuestro existir, es protegernos del mundo exterior y vivir la burbuja irreal del mundo perfecto.
En la cantera de la adolescencia comenzamos a labrar ideas nuevas, exploramos un mundo turbulento , con oleajes de inconsistencias y aquella burbuja imaginaria sobre la cual se encubrió nuestra inocencia, va dejando al descubierto quienes somos y nuestra razón de ser , a veces gigantes cual quijote enfrentado a los molinos de vientos de la imaginación de Miguel de Cervantes, otras veces amilanados cual si estuviéramos pululando el síndrome de “Huckleberry Finn”, del ingenio de Mark Twain y sus aventuras.
Cuando la realidad de los años nos va acorralando y nos quita el cerco de la inmediatez, sorbo a sorbo digerimos la cotidianidad, vamos palpitando la otra cara del orbe, la adultez, y con ella llegan los avatares ordinarios; nos agobian las ambiciones , las angustias se apoderan de nuestros proyectos, llegan los amores y los desamores que nos dejan huellas, dolor , sonrisas , rencores ; llegan hijos e hijas para inocularnos de alegría, satisfacción, orgullo y otras veces decepciones; y son los amigos y las amigas con los que cabalgamos juntos las penas, que al compas de una velada intercambiamos un mar de emociones y un manto solidario de fraternidad.
Con el paso de los años vamos casi llegando a la conclusión apresurada de que la vida es infinita e inagotable, que el día es imperfecto para cubrir nuestras metas, la semana es efímera para acoger nuestras angustias, el mes es evasivo para llenar nuestras expectativas y el año es abreviado para albergar nuestras aspiraciones, pero existe la muerte como parte de la vida, en una etapa nos sorprende como espectador de primera línea, donde vemos partir los seres queridos, la generación añorada y en otras somos el actor principal que servimos como entremés para que la vida siga su agitado curso.
Por eso no debemos temerle al desenlace, a pesar de las agonías brotadas y las lágrimas sufridas, donde hemos sido testigo del horror y el dolor de ver partir a nuestros seres, no obstante que en nuestros hombros y con nuestros abrazos hemos servido de cobija y resignación para los amigos y las amigas caídos y caídas. Todo esto es relevante, pero no determinante, porque hemos disfrutado el solo hecho de vivir, de amar, de compartir, de sonreír, de llorar, de expresar el suspiro y el aliento de la existencia, hemos sido el objeto del Dios mismo que nos ha permito caminar con nuestras imaginaciones acuesta y sobre sus brazos a cargado todo nuestro sufrimiento.
Por eso no tengo temor a la muerte, aunque eso no signifique que presagie el olor del olvido, no temo a dejar este plano terrenal, porque he llegado a la convicción de que ni con la muerte misma pagamos todo lo que hemos vivido.