Con la irrupción del piroceno (la Tlierra
bajo fuego) mostrándose en la mayoría de
los continentes con incendios que nos
asustan por su tamaño, surge la
pregunta: ¿Cuál es nuestra
responsabilidad frente esta tragedia?
Esta pregunta es válida porque gran parte
de los incendios, especialmente en Brasil,
habrían sido causados por los seres
humanos. Nuestra responsabilidad, sin
embargo, es proteger los ecosistemas y el
planeta vivo, Gaia, la Madre Tierra, pero
parecemos un ángel exterminador del
Apocalipsis.
Para superar nuestro sentimiento de
desolación y miedo del fin de la especie,
como resultado de la tierra hirviendo,
estamos obligados a hacer una seria
reflexión para comprender mejor nuestra
responsabilidad por tales
acontecimientos devastadores.
La Tierra y la naturaleza no son un reloj
montado de una vez por todas. Provienen
de un largo proceso evolutivo y cósmico
que dura 13.700 millones de años. El
“reloj” se fue armando poco a poco, los
seres fueron apareciendo desde los más
simple a los más complejos. Todos los
factores que entran en la constitución de
nuestro ecosistema con nuestros
planetas y organismos poseen su
naturaleza ancestral, su latencia y
después su emergencia. Todos ellos
poseen su historia, irreversible, propia de
cada tiempo histórico. El principio
cosmogénico actúa permanentemente.
Ilya Prigogine, premio Nobel en 1977,
mostró que los sistemas abiertos como la
Tierra, la naturaleza y el universo ponen
en jaque el concepto clásico de tiempo
lineal, postulado por la física clásica. El
tiempo no es ya un merlo parámetro de
movimiento sino la medida de los
desarrollos internos de un mundo en
proceso permanente de cambio, de paso
del desequilibrio hacia niveles más altos
de equilibrio (cf. Entre o tempo e a
eternidade, Companhia das Letras, S.
Paulo 1992, 147ff). Es la cosmogénesis.
La naturaleza se presenta como un
proceso de autotrascendencia; al
evolucionar se autosupera creando
órdenes nuevos. En ella opera el principio
cosmogénico (energía creadora), que
está siempre en acción, mediante el cual
todos los seres van surgiendo y en la
medida de su complejidad van también
superando la inexorabilidad de la
entropía, propia de los sistemas cerrados.
Esta auto-trascendencia de los seres en
evolución puede apuntar a aquello que las
religiones y las tradiciones espirituales
llamaron siempre Dios, la más absoluta
transcendencia o aquel futuro que ya no
es la “muerte térmica”; al contrario, es la
culminación suprema de orden, de
armonía y de vida (cf. Peacoke, AR,
Creation and the World of Science , Oxford
Univ. Press, Oxford l979; Pannenberg, W
Toward a Theology of Nature . Essays on
Science and Faith, John Knox Press, 1993
29-49).
Esta observación nuestra cómo es de
irreal la separación rigurosa entre
naturaleza e historia, entre el mundo y el
ser humano, separación que consolidó y
legitimó tantos otros dualismos. Todos
están dentro de un inmenso movimiento:
la cosmogénesis. Como todos los seres,
el ser humano con su racionalidad, su
capacidad de comunicación y de amor es
también el resultado de este proceso
cósmico.
Forman parte de su constitución las
energías y todos los elementos que
maduraron en el interior de las grandes
estrellas rojas desde hace mil millones de
años. Poseen la misma ancestralidad del
universo. Existe una solidaridad de origen
y también de destino con todos los
demás seres del universo. No puede
considerarse fuera del principio
cosmogénico, como un ser errático
enviado a la Tierra por alguna Divinidad
creadora. Si aceptamos esta Divinidad
debemos decir que todos los seres son
enviados por Ella, no solo el ser humano.
Esta inclusión del ser humano en el
conjunto de los seres y como resultado de
un proceso cosmogénico impide la
persistencia del antropocentrismo (que
concretamente es un androcentrismo,
centrado en el varón con exclusión de la
mujer). Este revela una visión estrecha
desgarrada de los demás seres. Afirma
que el único sentido de la evolución y de
la existencia de los demás consistiría en
la producción del ser humano, hombre y
mujer.
Lógico, el universo entero se hizo
cómplice en la gestación del ser humano
pero no solo en la de él, sino también en la
de los otros seres. Todos estamos
interconectados y dependemos de las
estrellas. Ellas son las que convierten el
hidrógeno en helio y de la combinación de
ambos proviene el oxígeno, el carbono, el
nitrógeno, el fósforo y el potasio, sin los
cuales no existirían los aminoácidos ni las
proteínas indispensables para la vida. Sin
la radiación estelar liberada en este
proceso cósmico, millones de estrellas se
enfriarían y el sol posiblemente no
existiría y sin él no habría vida ni nosotros
estaríamos aquí escribiendo sobre estas
cosas.
Sin la pre-existencia del conjunto de los
factores propicios a la vida que se fueron
elaborando en miles de millones de años y
a partir de la vida en general como un
subcapítulo la vida humana, jamás habría
surgido el individuo personal que somos
cada uno de nosotros. Nos pertenecemos
mutuamente: los elementos primordiales
del universo, las energías que están
activas desde el big-bang, los demás
factores que constituyen el cosmos y
nosotros mismos como especie que
irrumpió cuando el 99,98% de la Tierra
estaba lista. A partir de esto debemos
pensar cosmocéntricamente y actuar
ecocéntricamente.
Importa, pues, dejar atrás como ilusorio y
arrogante todo antropocentrismo y
androcentrismo. No debemos, sin
embargo, confundir el antropocentrismo
con el principio antrópico (formulado en
l974 por Brandon Carter, cf. Alonso, J. M.,
Introducción al principio antrópico,
Encuentro Ediciones, Madrid l989).
Por él se quiere expresar lo siguiente:
solamente podemos hacer las reflexiones
que estamos haciendo porque somos
portadores de conciencia, sensibilidad e
inteligencia. No son las amebas, ni los
sabiás o los caballos quienes poseen esta
facultad. Recibimos de la evolución tales
facultades para exactamente hablar de
todo esto y facultar a la Tierra para
contemplar a través de nosotros a sus
hermanos los planetas y demás estrellas
y a nosotros pudiendo vivir y celebrar la
vida. De ahí decimos que somos Tierra
que siente, piensa y ama. Para eso
existimos en medio de los demás seres
con los cuales nos sentimos conectados.
Esa singularidad nuestra no nos lleva a
romper con ellos, pues nos incluimos en
todo lo que vemos. Puesto que somos
seres de conciencia, de sensibilidad y de
inteligencia surge en nosotros un
imperativo ético: nos corresponde a
nosotros cuidar a la Madre Tierra, velar
por todas las condiciones que le permiten
continuar viva y dar vida.
En estos momentos nos enfrentamos al
mayor desafío de nuestra existencia en la
Tierra: no permitir que el fuego la
destruya, como está escrito también en
las Escrituras cristianas. Si esto sucede,
será por nuestra irresponsabilidad y falta
de cuidado. Hemos inaugurado la era del
antropoceno. Es decir, no es un meteoro
rasante el que está amenazando la vida
en la Tierra. En este momento, el punto
culminante, tal vez final del antropoceno,
es el piroceno, la era del fuego. El fuego
se ha apoderado de la Tierra. Hasta hace
poco controlábamos el fuego. Ahora el
fuego nos controla. Podría hacer que el
planeta se volviera inhabitable.
De esto derivamos nuestra
responsabilidad de salvar el planeta para
que no sucumba a los efectos del fuego y
garantice su biocapacidad de entregarnos
todo lo que necesitamos para sobrevivir y
sostener nuestra civilización, que debe
cambiar radicalmente. De nosotros
depende si tendremos futuro o si seremos
incinerados por el fuego.
*Leonardo Boff escribió Cuidar da Terra-
proteger a vida, Record 2010; Cuidar da
Casa comum , Vozes 2024; Habitar a
Terra, 2023