La palabra es una herramienta poderosa que se nos ha otorgado. Tiene la capacidad de construir puentes, tender la mano, sanar, inspirar… pero también puede herir, excluir o quemar.
Con ella expresamos nuestras ideas, compartimos deseos —tanto conscientes como inconscientes— y damos forma a nuestra visión del mundo. Todo esto está inevitablemente moldeado por nuestras experiencias de vida.
Y esas experiencias no son iguales para todos. Cada persona transita la vida desde un punto de partida diferente: algunas desde la carencia, otras desde la abundancia; unas desde el dolor, otras desde la contención. Nuestras circunstancias de nacimiento, crianza, educación, género, raza, salud, y un largo etcétera, influyen profundamente en cómo entendemos y enfrentamos la realidad.
Desde ahí, desde esa construcción interna, hablamos. Opinamos. Aconsejamos. Juzgamos. Y a veces, sin darnos cuenta, lo hacemos sin considerar que nuestras palabras pueden estar teñidas por el privilegio. Por eso, es fundamental preguntarnos: ¿desde dónde estoy hablando? ¿Desde la empatía o desde el privilegio?
¿Qué significa hablar desde la empatía?
Hablar desde la empatía implica detenerse a escuchar antes de responder, intentar comprender sin imponer, y acompañar sin juzgar. Es reconocer que no todos recorremos el mismo camino ni enfrentamos los mismos obstáculos. La empatía nos invita a mirar el mundo con los ojos del otro, y a ofrecer nuestras palabras como un espacio de contención y respeto.
Cuando nos comunicamos con empatía, generamos conexión. Creamos vínculos. Fortalecemos relaciones. En cambio, cuando lo hacemos desde una posición de privilegio —sin cuestionarla, sin reconocerla— la comunicación tiende a volverse rígida, cerrada, y unilateral. Desde allí no hay verdadera escucha, porque ya se ha emitido un juicio.
¿Por qué importa desde dónde hablamos?
Hablar desde el privilegio sin conciencia de él no solo empobrece nuestras relaciones, sino que también perpetúa la injusticia y la desigualdad. Cuando damos consejos, opiniones o hacemos afirmaciones sin reconocer los beneficios o ventajas que tuvimos —y que otros no tuvieron— estamos comparando vidas en condiciones desiguales, como si fueran equivalentes.
Decir “si yo pude, tú también puedes”, sin considerar los contextos, es ignorar que no todos partimos del mismo punto. No todos hemos tenido las mismas oportunidades, redes de apoyo, o acceso a recursos. No todos cargamos con las mismas heridas, ni con los mismos silencios.
Cuidar la palabra, abrazar la empatía
Por eso, más allá del cliché de que “cada uno carga su propia cruz”, es necesario profundizar: todos y todas venimos de contextos distintos, con posibilidades distintas, y heridas distintas. Y aunque no podemos cambiar el lugar desde donde nacimos o vivimos, sí podemos ser más conscientes del lugar desde donde hablamos.
Hablar desde la empatía no es callarse. Es elegir cómo y cuándo hablar, es revisar nuestras intenciones y abrir el corazón al otro. Es una forma de justicia emocional. Es hacernos cargo de que, a veces, nuestras palabras pueden ser bálsamo… o pueden ser una carga más.
Y tú, la próxima vez que tomes la palabra, ¿desde dónde vas a hablar?