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Opinión | Doctor Nelson Figueroa Rodríguez/abogado y consultor internacional

Cada 30 de junio en nuestro país se celebra el día del maestro y la maestra, una fecha que procura reconoce la labor, entrega y dedicación de los y las docentes en la formación de nuevas generaciones, conmemoración que se efectúa en recordación al natalicio del insigne educador puertorriqueño con raíces sembrada en República Dominicana, Eugenio María de Hostos, fundador de la primera escuela normal en Santo Domingo.

En tiempo atrás, era una celebración de impacto en la sociedad, que se conmemoraba con júbilo, no pasaba desapercibida, por demás, era el momento elegido para la entrega de las calificaciones del fin del año escolar y era la etapa en que padres, madres o tutores, hacían un sacrificio a los fines de darle un  agrado a quienes eran vistos además de rol de educadores y educadoras, como  padres y  madres,  eran el  modelo a seguir e imitar, los guerreros y las guerreras que libraban  una revolución feroz contra la ignorancia, donde su arma  de reglamento era la tiza, sus municiones,  el borrador y sus pertrechos, los libros con lo cual cada día nos bombardeaban de conocimientos.

En el día de hoy el impacto de este celebración en la sociedad pasa sin ninguna  repercusión, pues, es muy evidente la  desconexión existente entre el alumnado, la comunidad y la sociedad con  los maestros y  las maestras,  pues se ha perdido aquel espacio donde los mismos eran visto como los modelos de sus respectivas localidades, con sus honrosas excepciones, y no vamos a poner como parámetros ni exigir que los educadores y las educadoras de hoy sean equiparables a figuras como Salome Ureña, pionera de las maestras en el país,  ni como Ercilia Pepín, una fiel defensora de la patria a través de la educación, ni muchos menos como el autodidacta, Profesor Juan Bosch, quien aporto al desarrollo social y cultural del país.

Guarda mucha relación esta frustración de la sociedad, con el hecho de que, a pesar de habérsele asignado a la educación preuniversitaria el 4% del  Producto Interno Bruto (PIB), los resultados esperados en la calidad de la misma siguen siendo cuestionables y aunque se han hecho grandes inversiones en la infraestructura escolar, la implementación de la tanda extendida, la inclusión del desayuno y el almuerzo escolar, así como la implementación de la educación preescolar, se sigue cuestionando insistentemente, la calidad de los y las  docentes y el rol que están desempeñando, pues si bien los incentivos salariares han producido una avalancha de personas hacia las universidades interesadas en el sector, atraído por la estabilidad laboral y la remuneración salarial, en la mayoría de los casos,  los grandes ausentes han sido la vocación, la preparación, la entrega y el sentido de aportar y transformar vidas.

No aspiro a que sean como esas insignes lumbreras de la educación, soy un poco más modesto y  me conformo con que  sean  maestras y maestros como Gisnalda Espinal Rijo y Altagracia Flores, dos educadoras de formación y vocación, las cuales Dios me dio el privilegio de conocer no como como alumno si no como hijo de sus enseñanzas y aprendiz de su formación, dos profesoras que nunca vieron en la educación una forma de ascenso social, sino una manera de influir y de cambiar la vida de las personas, vieron la oportunidad de formar generaciones capaces de valerse y desarrollarse por sí misma, llevando su conocimiento a las entrañas de los barrios de San Carlos, Guachupita,  Manoguayabo, Los Mameyes, Hato Nuevo, la loma de Paraíso en Barahona, y en cada lugar dejaron su impronta.

Ambas hicieron de la educación su religión, que le granjeado la admiración de su alumnos y alumnas, la gratitud de los padres y madres y la admiración y el respeto de las respectivas comunidades educativas donde tuvieron presencia, educadoras que la jubilación no la pudo detener, porque para ellas enseñar no fue un trabajo, fue y es su vocación, su razón de ser y su forma de vivir.

De hecho, cuando paso por la avenida Francisco del Rosario Sánchez, por la barriada de Guachupita mi vista siempre se va de forma indistinta hacia el parque de la hoy fallecida profesora Altagracia Flores, el cual en su honor lleva su nombre, y me regocijé cuando por ves primera fui a visitar a su nuevo hogar a la  hoy  jubilada profesora Gisnalda Espinal, a la cual conocí desde adolescente y le confieso que no supe  su nombre hasta después de adulto, pues siempre le llame  mamá,  pues  cuando él seguridad me preguntó  ¿ a dónde quien vas? al no saber su nombre, le dije, es una señora delgada, que es profesora,  y sin dejarme responder me dijo el seguridad, ahh ya se,  la casa de la maestra Gisnalda, lo que demuestra que donde llega sigue siendo la misma educadora, y mantiene el mismo respeto, ambas han dejado su legado. A eso aspiro de los profesores y las profesoras de hoy.