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Opinión | Amín Pérez, sociólogo, Universidad de Quebec en Montreal, Canadá.

En medio de la desenfrenada ola de persecución y deportación masiva que el Estado lleva a cabo contra la inmigración haitiana, diversas voces de la clase política llaman hoy a un proceso de regularización.

Parece que la situación advertida por los sectores productivos sobre el aporte fundamental de la mano de obra haitiana, principalmente en la agroindustria y la construcción, comienza a disparar alarmas. En un abrir y cerrar de ojos, el gobierno pasó del “nuestra política no incluye ningún plan de regularización” (H. Figueroa, 5 de mayo), a contemplar diálogos con distintos sectores y una política regida “por el respeto a la ley, la dignidad del trabajo y los derechos de todas las personas’’. (L. Abinader, 5 de junio). La situación es a todas luces contradictoria: cuando el supremacismo anti-haitiano amenaza la existencia de estos inmigrantes en el país, la necesidad de su explotación económica sale a relucir. Si es imposible anticipar la salida que encontrará el gobierno, la historia ha demostrado que ambas visiones no son necesariamente incompatibles. La criminalización y exclusión de la inmigración haitiana han sido el canon de su subordinación y explotación dentro de la nación. Este escrito revisita algunas características de este sistema.

Dominación social y legal

En su canción “El pique”, el merenguero Johnny Ventura describe la paradójica situación del ‘‘haitiano ausente, presente en la caña’’; es decir, esa existencia social condicionada exclusivamente a su explotación económica. El uso y abuso sobre esta comunidad se debe tanto al menosprecio y la deshumanización que históricamente ha inferiorizado a esta población, como a condiciones políticas que la hacen posible. En común interés económico con los oligopolios, quienes dominan el poder político, el racismo de Estado se ha ajustado a una estrategia de flexibilización de esta mano de obra. Su fin ha sido crear una ley a la medida que garantice la sobreexplotación de la población estigmatizada. Este trato solo es posible mediante el abandono del Estado de derecho: ese que autoriza (a los de arriba) la desregulación del mercado laboral (para los de abajo), e imposibilita a estos últimos el reclamo de sus derechos.

Existen condiciones que atraen y legitiman la presencia “irregularizada” de la población haitiana, obligada a vivir en la indigencia, a ejercer trabajos despreciados por los dominicanos, con interminables jornadas, salarios de miseria y sin posibilidad alguna de derechos laborales. Esto tiene su historia: ya en abril del 1962, el secretario de Estado de Trabajo se dirigía al entonces consejero de Estado, Donald Reid Cabral, indicando: “Como usted sabe, al dominicano se le hace difícil desplazarse, sobre todo si no se le va a ofrecer condiciones de vida decentes, pero el haitiano no es tan exigente, o para ser más preciso no es exigente, ya que está acostumbrado en las faenas del corte a vivir en condiciones infrahumanas.” En la actualidad, la presidenta de la Asociación Dominicana de Constructores y Promotores de Viviendas (Acoprovi) favoreció el proceso de regularización, sugiriendo una capacidad innata de los inmigrantes a someterse a dicho infortunio: “La mano de obra extranjera es necesaria porque hay labores rudimentarias dentro de la construcción, las cuales los dominicanos no están interesados en hacer y no es una realidad solo local.”

El gobierno administra y regula la pobreza para favorecer su explotación. La privación del estatus jurídico legal fue y sigue siendo un mecanismo clave para constituir esta condición de vulnerabilidad. A las políticas de despojo de documentación de braceros en el siglo XX y a la negativa estatal de retribuir los derechos a los dominicanos de ascendencia haitiana desnacionalizados y a los nacidos sin papeles en el territorio nacional como demanda la ley, le siguen otras prácticas violatorias que mantienen irregularizada a esta población. ¿Por qué el Estado exige requisitos irrealizables e impone trabas burocráticas que disuaden e imposibilitan el acceso a su regularización o a la renovación de su estatus legal? Si en tiempo récord el Estado regularizó la situación de la comunidad migrante venezolana, haciéndolo por demás con una serie de excepciones como el de no exigir una documentación de origen válida, ¿por qué no sucede esto con la comunidad de origen haitiano? Lejos de limitarse a controlar quién tiene o no derecho a residir legalmente en el país, la política migratoria funge así como un instrumento de dominación social.

La frontera fue y sigue siendo el principio de la política de Estado. Una frontera que no se limita al perímetro divisorio entre naciones. Se trata de una frontera social que subordina la existencia, obstaculiza y deniega los derechos a esta población en todo el territorio nacional. Sin papeles, esta comunidad se encuentra en dependencia total dentro del marco laboral, con la dificultad de negociar el tipo de trabajo y su valor, sin seguro médico ni liquidación, y sin posibilidad alguna al reclamo de un trato justo y digno. El estado actual de persecución total agrava esta situación, sometiendo esta población a vivir en vulnerabilidad, precariedad y clandestinidad, donde la posibilidad de verse expulsado favorece su sumisión (y extorsión) en la sociedad dominicana. Vivir bajo esta amenaza obliga a algunos a esconderse por temor a ser expulsados y ver desaparecer sus esperanzas. Otros, atrapados por la necesidad de sobrevivir, ya no pueden permitirse esto – exponiéndose así, a un estado de acoso y explotación sin límites.

 
 
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