La ocupación del territorio para el desarrollo urbano en la República Dominicana ha ignorado, de manera sistemática, el mapa invisible del agua: sus huellas antiguas, los drenajes naturales, la curvatura del relieve, la proximidad a ríos y cañadas, la existencia de humedales intermitentes o permanentes.
Esa desatención se replica en el trazado de calles y avenidas, en las redes pluviales y sanitarias, en la ingeniería civil y en las zonas industriales.
El resultado es conocido: cada gran lluvia, especialmente cuando llega asociada a tormentas, encuentra ciudades vulnerables y multiplica el riesgo de inundaciones y de catástrofes personales. El agua, bien comprendida y gestionada, es aliada; siempre puede ser beneficiosa; solo los humanos, con nuestras decisiones, evitamos que lo sea y la convertimos en amenaza.
A esa fragilidad se suma un manejo deficiente de los residuos sólidos. Los plásticos han colonizado contenes, aceras, imbornales, drenajes y cauces urbanos; obstruyen la escorrentía y convierten cualquier aguacero en aguada.
Las ciudades han crecido guiadas por el valor inmobiliario y por la oportunidad coyuntural de constructores e inversionistas, no por la lógica hidrográfica ni por la seguridad del territorio. Y el cumplimiento de las leyes y normas de uso del suelo ha sido errático, muchas veces ajeno a la realidad climática, geológica, física y topográfica.
Por eso hay problemas sin salida técnica razonable, otros de solución tan onerosa que el Estado difícilmente podría asumir, y un conjunto de temas que sí es posible corregir si organizamos una estrategia multisectorial que alinee comunidad, municipalidades, academia, sector privado y gobierno central.
No se trata de buscar culpables en el cielo. El agua no tiene la culpa y el clima, aún más extremo por el calentamiento, no es el agresor moral del país. El problema es haberle dado la espalda a la naturaleza del territorio e insistir en imponerle una cuadrícula donde el relieve pide curvas y espacios de respiro. El problema es la debilidad institucional, la permisividad, la captura regulatoria y la falta de mantenimiento de sistemas que, incluso bien diseñados, requieren limpieza y vigilancia constantes.
Con sentido crítico y constructivo, propongo una agenda de mínimos para empezar a recomponer la relación ciudad territorio:
1) Planificación por cuenca, no por parcela. Las decisiones urbanas deben leerse en clave hidrográfica: qué pasa arriba repercute abajo; lo local siempre está conectado.
2) Respeto a las huellas del agua. Drenajes naturales, zonas de inundación frecuente, vaguadas y humedales deben ser áreas intangibles o de uso restringido con franjas de protección ribereña efectivas.
3) Límites a la impermeabilización. Fijar metas de infiltración por manzana y por proyecto; promover techos y pavimentos permeables, y desincentivar grandes explanadas selladas.
4) Infraestructura verde azul. Parques inundables, jardines de lluvia, zanjas de infiltración, humedales construidos, cisternas y retención temporal en origen para aplanar picos de caudal.
5) Gestión integral de residuos con enfoque preventivo. Limpieza programada de drenajes, control de vertidos y economía circular con responsabilidad extendida del productor para reducir plásticos de un solo uso.6) Catastro de riesgo y mapas públicos. Identificar zonas de alta amenaza, publicar datos abiertos y condicionar licencias y financiamiento a esa información.
7) Códigos de construcción resiliente. Normas que reconozcan cargas hidráulicas, vientos, suelos y sismicidad; elevar equipos críticos, proteger cuartos eléctricos y diseñar salidas seguras.
8) Mantenimiento como política, no como favor. Programas municipales con metas, presupuesto, auditorías y participación ciudadana para imbornales, canales, bombas y bordes de río.
9) Gobernanza transparente. Ventanilla única con trazabilidad de permisos, declaración de conflictos de interés y sanciones por rellenos ilegales y ocupaciones de cauces.
10) Financiamiento para la prevención. Fondos específicos, incentivos a soluciones basadas en la naturaleza, esquemas de seguros paramétricos y alianzas público-comunitarias.
11) Restauración ecológica de riberas y humedales. Bosques de galería, corredores verdes y caudales ecológicos que devuelvan capacidad de amortiguación al paisaje.
Nada de esto funcionará sin cultura de riesgo. La seguridad ante tormentas, huracanes y aguadas debe formar parte del currículo escolar y de la conversación cotidiana en los hogares. Desde los más pequeños hasta los mayores, desde quienes gozan de plena movilidad hasta quienes dependen del cuidado de otros, todos debemos conocer rutas de evacuación, puntos de encuentro, señales de alarma y protocolos básicos. Los simulacros no son un formalismo: salvan vidas.
La planificación desde el territorio implica ver a la comunidad como sujeto y no como público pasivo. Barrios y sectores pueden, y deben, elaborar planes locales de gestión ambiental y de reducción de riesgos: inventariar puntos críticos, mapear imbornales y obstrucciones, organizar brigadas, capacitar en primeros auxilios y comunicación, y acordar responsabilidades mínimas por cuadra. La ciencia ciudadana ayuda: medir lluvias, reportar niveles de agua, registrar eventos y compartir datos con autoridades y universidades. Los municipios, por su parte, deben reconocer y potenciar estas capacidades, integrarlas al Sistema Nacional de Gestión de Riesgos y convertir la participación en criterio para asignar recursos.
También urge recomponer la relación con el sector privado. La responsabilidad empresarial va más allá de cumplir planos: exige monitoreo ambiental verificable, mantenimiento de obras pluviales internas, gestión de residuos en cadenas de valor y transparencia sobre impactos. La banca y las aseguradoras pueden acelerar el cambio si incorporan criterios de riesgo hídrico y cumplimiento ambiental en el acceso a crédito y pólizas.
Habrá quien diga que es tarde. No lo es. Es cierto que hay infraestructuras mal emplazadas y barrios levantados sobre antiguos humedales cuya corrección integral excede cualquier presupuesto razonable. Pero también es cierto que, incluso allí, la suma de previsiones reduce daño: más captación en origen, menos basura en drenajes, bordes de río despejados, alertas tempranas que funcionen y planes familiares claros. La diferencia entre una crisis y una tragedia suele medirse en minutos y en decisiones sencillas tomadas antes de que caiga la primera gota.
El punto de partida es estudiar el territorio con humildad y rigor, incorporar a la población a ese conocimiento y construir soluciones desde su experiencia. La ciudad debe dejar de imaginarse como una máquina indiferente al agua y comenzar a diseñarse con el agua: reconociendo su memoria, abriéndole espacio, aprovechando su presencia como aliada y controlando sus excesos con inteligencia.
El agua no tiene la culpa. La culpa es haber ignorado su lengua, sus pausas y sus caminos. Superar esta crisis exige cambiar la forma en que pensamos, regulamos y habitamos el territorio. Hagamos que cada ciudadano, cada familia, cada junta de vecinos y cada institución se reconozcan parte del mismo mapa.
Con conocimiento compartido, reglas claras y participación real, el daño por las lluvias será menor, las aguadas menos devastadoras y las ciudades más vivibles. No hay excusa para seguir apostando a la suerte: la prevención, la planificación y la corresponsabilidad cuestan menos que la reconstrucción y valen infinitamente más que la improvisación.




