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Opinión | Por Orlando Beltré

En este artículo analizo por qué la historia, la política regional y las dinámicas internacionales actuales sugieren que una eventual intervención militar de los Estados Unidos en Venezuela podría terminar produciendo exactamente lo contrario de lo que pretende Donald Trump: fortalecer a Nicolás Maduro.

Como señalé en un artículo anterior, nunca he creído que Estados Unidos vaya a intervenir militarmente en Venezuela. Los costos políticos, institucionales y estratégicos son demasiado altos. Una operación de esta magnitud requiere no solo un despliegue logístico colosal, sino también la aprobación del Congreso estadounidense, algo casi imposible en el clima de polarización extrema que vive ese país.

La Cámara de Representantes y el Senado —divididos en intereses, prioridades y en una pugna interna que paraliza incluso decisiones domésticas— tendrían que avalar una acción con enormes riesgos humanos, económicos y diplomáticos. Lograr consenso bipartidista para una intervención militar hoy es, sencillamente, improbable.

A esto se suma la realidad práctica: Venezuela es un país geográficamente complejo, con selvas, montañas y zonas urbanas densas, donde ninguna fuerza externa podría garantizar una victoria rápida.

La historia reciente demuestra que las guerras cortas casi nunca son cortas, y menos cuando existe una identidad nacional tan fuertemente marcada por la memoria de resistencias externas. Y un ejército popular dispuesto a defender a su gobierno y a su patria.Sin embargo, incluso en el escenario hipotético de una intervención, los resultados serían contrarios a los buscados.

El pueblo venezolano ha demostrado un enorme rechazo a las intervenciones extranjeras, en especial de Estados Unidos. Cualquier acción militar sería percibida como una violación directa de la soberanía nacional, generando una movilización popular inmediata que incluiría a sectores críticos del propio gobierno. Esto reforzaría la narrativa de Maduro como defensor de la patria ante una agresión imperial.

En el plano internacional, América Latina reaccionaría de forma abrumadoramente contraria. La región mantiene una memoria viva de las intervenciones estadounidenses: Panamá en 1989, Granada en 1983, República Dominicana en 1965, y Guatemala en 1954. En todos esos casos, hubo un sentimiento continental de repudio, protestas multitudinarias y un efecto de solidaridad hacia los gobiernos intervenidos, independientemente de sus problemas internos.

Hoy, además, existe un escenario geopolítico más complejo. Potencias como China, Rusia e Irán no solo condenarían una intervención, sino que podrían ofrecer apoyo político, diplomático e incluso económico a Caracas. Y en la propia región, países como Cuba y Nicaragua respaldarían abiertamente al gobierno venezolano.

Incluso Colombia —que durante décadas fue uno de los aliados más cercanos a Washington— hoy, bajo la presidencia de Gustavo Petro, ha girado hacia posiciones más progresistas y mantiene una relación normalizada y cooperativa con el gobierno de Maduro. Es totalmente improbable que Bogotá apoye, avale o guarde silencio frente a una acción militar estadounidense.

Una intervención militar también generaría, dentro de Venezuela, un efecto de cohesión interna. El gobierno capitalizaría políticamente la narrativa de resistencia, la oposición se vería obligada a tomar distancia de cualquier vínculo con Washington para evitar ser percibida como colaboradora del agresor, y el espacio para la crítica interna se reduciría drásticamente.

Paradójicamente, un ataque externo podría otorgarle al gobierno una legitimidad que hoy no posee en determinados sectores de la sociedad y en la arena internacional.

Además, Estados Unidos pagaría un altísimo costo moral y diplomático en un continente que ya ve con sospecha cualquier intromisión militar. La legitimidad regional de Washington quedaría una vez más gravemente dañada.

Por todo lo anterior, considero que una intervención militar estadounidense en Venezuela no solo es improbable, sino que sería profundamente contraproducente. Reforzaría la narrativa de soberanía, movilizaría al pueblo, unificaría a los sectores políticos, activaría el apoyo de potencias aliadas y provocaría una ola de solidaridad internacional hacia Maduro.

Y, sobre todo, desviaría el foco de lo esencial: los problemas de Venezuela no se van a resolver con tropas extranjeras, sino con el protagonismo, la valentía y la voluntad política de los propios venezolanos.

Cualquier intento de solución impuesto desde fuera no solo es ilegítimo, sino peligroso. Venezuela merece una salida democrática, pacífica y soberana; nunca una intervención militar que, como tantas veces en la historia, solo agravaría las heridas que dice querer curar.