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Opinión | César Pérez

En general, más que de balance, los fines de año son momentos de manifestaciones de propósitos, de esperanza de que se cumplan no sólo los deseos individuales, sino también los colectivos: aquellos que dan sentido de pertenencia a un determinado grupo.

Por eso, a pesar de ser días festivos, son también de reflexiones, de discusiones alrededor de temas relativos a determinadas cosmovisiones del mundo, donde algunos apelan a la fe, otros a la razón, sin advertir los prejuicios que a veces contienen tanto una como la otra.

No entraré en lo que entiendo el significado de los fines de año o de los tiempos. Inmerso en el embrujo de estos días he estado reflexionando sobre esa tendencia de muchos a discutir sobre temas trascendentes apelando a la superficialidad del fanatismo. También, sobre esa costumbre de reducir hasta la nada las posiciones del otro con argumentos de fe, esa “certeza absoluta de cosas no evidentes” en que las que creyentes y muchos no creyentes basan sus respectivas creencias, sus visiones del mundo o de las cosas.

Lo curioso es que, a pesar de que las visiones del mundo más significativas se van nutriendo y modificando por la fuerza de algunas argumentaciones que surgen de los debates entre mentes lúcidas de diversos credos, las actitudes fanáticas de muchos reales y supuestos seguidores de esas visiones permanecen. Prisionero de los prejuicios, el fanático no logra ver matices, no logra ver nada de valor en la causa que combate ni en las argumentaciones del contrario. Como expresión del absurdo, tiende llamar fanático a quien sostiene o cree una verdad, una visión distinta a la suya.

En lo personal no creo en verdades absolutas, por lo tanto no creo en que en este ni en ningún otro mundo algún día se impondrá el reino de una justicia que con “certeza evidente,” nadie ha podido explicar en qué consiste; pero no por eso dejo de reconocer que a pesar de los horrendos crímenes que se han cometido en nombre de grandes cosmovisiones del mundo, de religiones o de algunas ideas, estas tienen un significado trascendente para sus seguidores, el cual debe respetarse; si se quieren rebatir debe hacerse mediante el diálogo, no con un fanatismo que generalmente termina en violencia.

¿Cómo desconocer lo que significan o han significado para millones de seres humanos los modelos de sociedad conocidos como judaísmo, islamismo, catolicismo, protestantismo, Iluminismo, capitalismo, socialismo, comunismo, entre otros? Independientemente de las fallas y aciertos que puedan imputárseles, de las matanzas que se han cometido en sus nombres, tratar de borrarlos de la historia o de la memoria colectiva de millones de sus seguideros, más que una expresión de fanatismo (a veces tardío), constituye una inexcusable expresión de arrogancia e ignorancia.

Difícilmente podremos entender y cambiar el mundo desconociendo los contenidos y lecciones explícitas e implícitas de esos modelos, o asumiéndolos acríticamente y fanáticamente. Tampoco lo cambiaremos con infecundo eclecticismo, sino con la búsqueda, con un diálogo que sepa calibrar las experiencias dejadas por los tiempo, sin renunciar a nuestras referencias ideológica/políticas, pero rechazando los prejuicios que producen los fanatismos que lastran el mundo y amenazan su futuro.