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Opinión |

Por Pablo Gentili.

Vecinos

Haití y República Dominicana dividen una misma isla del Caribe separada por 360 kilómetros de frontera y muchas décadas de odio.

Los grupos dominantes de ambos países han alimentado y fortalecido un desencuentro del que siempre han sacado ventajas económicas y políticas. Las tensiones, conflictos y enfrentamientos históricos entre estos dos pequeños países constituye la trágica evidencia de la ineptitud de sus élites para avanzar de manera conjunta en políticas de desarrollo que amplíen los niveles de bienestar y justicia social que sus frágiles y casi siempre inestables democracias nunca han garantizado a las grandes mayorías de un lado o del otro de la frontera. Estados Unidos, que invadió ocasionalmente ambos países, siempre se ha beneficiado de esta enemistad. Además, la permanente ruptura del diálogo y de los acuerdos entre ambos países, revela un faceta inocultable de la incapacidad que las naciones latinoamericanas han tenido para consolidar procesos de integración y cooperación regionales que superen los conflictos endémicos que se han repetido sin solución de continuidad a lo largo de los últimos dos siglos.

 Dos países que comparten un mismo territorio, dos pueblos con un mismo origen, pero separados por el abismo que produce la explotación humana, las mezquindades y arbitrariedades políticas, la violencia y los atropellos a los derechos humanos, las injusticias y la negación de oportunidades a los más pobres que, en esta isla del Caribe, son casi todos. Haití y República Dominicana han vivido separadas por la prepotencia de sus clases dominantes y sus largas dictaduras, por la connivencia de los Estados Unidos, así como por la poca capacidad de América Latina para establecer políticas de integración regional que sean más sólidas que las meras declaraciones de buena voluntad. 

El 12 de enero de 2010 y los días siguientes al terremoto que destruyó Haití, miles de dominicanos y dominicanas se desplazaron del otro lado de la frontera. Fueron los primeros en llegar a Puerto Príncipe, ofreciendo una generosa y desinteresada ayuda a los heridos, llevando alimentos, ropas, materiales para reconstruir las viviendas, medicamentos y una inmensa solidaridad. Fue un movimiento espontáneo y heroico que, como en muchos otros momentos de la historia, puso en evidencia que los desencuentros entre ambos países eran producidos por sus grupos dominantes y no por sus sociedades.

La clase política y el poder económico dominicanos se esforzaron en mostrar un grado de generosidad que poco pudo ocultar su nada desinteresada presión para participar activamente en el proceso de reconstrucción de la isla. Los desastres llamados “naturales” suelen ser, además de una buena oportunidad para la hipocresía, un excelente negocio para los que prometen reconstruir lo que la tierra, el viento, las olas, las epidemias o la estupidez humana destruyen.

Después de algunas fotos sobre los escombros, comenzaron las negociaciones y las contiendas para que las empresas dominicanas intervinieran en el país, beneficiándose de algunos de los millonarios contratos en dólares generados por el flujo de recursos y las donaciones de la cooperación internacional. Como intermediarias, como contratistas o como responsables de las obras, diversas empresas de ingeniería dominicanas comenzaron a asumir algunas de las obras llevadas a cabo en un país que aún permanecía bajo los escombros. La proximidad entre ambas naciones, favoreció también la exportación de ropa, materiales de construcción, medicamentos y alimentos. Haití es el segundo socio comercial de República Dominicana, después de los Estados Unidos.

El terremoto, como no podría ser de otra forma, impactó inicialmente de forma negativa en el comercio entre ambas naciones. Entre tanto, con el pasar del tiempo, aunque se fue restableciendo para la República Dominicana, no generó ninguna dinámica de reactivación comercial para el maltratada economía haitiana. El interés por reconstruir el país y la declarada voluntad de generar más y mejores oportunidades de desarrollo para los haitianos, por ejemplo, debería haber abierto un estímulo a las exportaciones hacia República Dominicana en algunas de las precarias pero aún activas industrias sobrevivientes al terremoto. Se trataba, sin lugar a dudas, de una excelente oportunidad para avanzar en la implementación del siempre postergado acuerdo de libre comercio entre los dos países. Nada de esto ocurrió. Quien visite Puerto Príncipe encontrará en sus supermercados una gran variedad de productos dominicanos, también franceses, canadienses y norteamericanos. Por el contrario, quién visite Santo Domingo, no encontrará productos haitianos en ningún supermercado. Tampoco seguramente los encontrará en un supermercado francés.

Casi siempre ha sido así: cuando a los haitianos les va mal, a otros les va bien.

Una de las principales razones en la generación de conflictos entre ambos países, ha sido el desplazamiento de haitianos hacia República Dominicana, con el objeto de trabajar en la industria de la construcción o en el servicio doméstico. Los empresarios y los sectores políticos conservadores dominicanos acusan a Haití de no controlar a su población, que se desplaza clandestinamente a través de la frontera para trabajar en el país vecino. Se sostiene, casi sin ningún tipo de fundamento, el repetido argumento de que la fuerza de trabajo haitiana, indocumentada y víctima de una crónica penuria, le quita empleos a la población dominicana, aceptando trabajar por salarios que no llegan a los cien dólares mensuales.

Podría suponerse que, en virtud de las condiciones producidas por el terremoto, y ante la necesidad de reconstruir el país, las empresas de ingeniería dominicanas que comenzaron a actuar en Haití, contratarían fuerza de trabajo haitiana e, inclusive, promoverían un proceso de repatriación de los miles de obreros de la construcción haitianos que actúan del otro lado de la frontera, permitiéndoles ahora una oportunidad de empleo seguro en su propia tierra. Tampoco esto ocurrió. Mientras en República Dominicana trabajan miles de haitianos en condiciones de semiesclavitud, las empresas dominicanas de ingeniería que actúan en Haití contratan trabajadores dominicanos. Los haitianos pasan la frontera sin papeles para trabajar por salarios miserables, mientras, en sentido contrario, los dominicanos cruzan legalmente la frontera para trabajar en las obras llevadas a cabo por las empresas de ingeniería que participan en la “reconstrucción” de Haití.

Los proceso de movilidad humana, como las tragedias “naturales”, casi siempre abren oportunidades para buenos, aunque sórdidos, negocios.

Si bien las clases dominantes de República Dominicana siempre denunciaron los peligros de la invasión haitiana, apelando al nacionalismo xenófobo más humillante contra la nación vecina, han sido ellas las principales beneficiarias del tráfico clandestino de fuerza de trabajo en su propio país. Rafael Leónidas Trujillo, uno de los tiranos más abominables de la historia mundial, que gobernó República Dominicana durante más de 30 años y asesinó más de 50 mil personas, aunque alentaba el odio hacia los haitianos, era el mayor traficante de fuerza de trabajo clandestina en su país. Trujillo se transformó en uno de los mayores terratenientes dominicanos, llegando a ser el dueño de buena parte de la producción nacional de caña de azúcar, carne, arroz y tabaco. Su gobierno despótico lo transformó en uno de los hombres más ricos del mundo, dueño de más de un centenar de empresas. Trujillo odiaba a Haití. En la denominada Masacre del Perejil, mandó exterminar a más de 30 mil haitianos y haitianas que vivían en República Dominicana.

Sin embargo, Trujillo se beneficiaba ampliamente del régimen de explotación que mantenía en la miseria y en la clandestinidad a miles de campesinos haitianos que trabajaban en sus grandes extensiones de tierra.

El odio de las élites dominicanas hacia a Haití suele ser directamente proporcional a las fortunas que las familias, corporaciones, clanes y empresas de ese país han amasado explotando haitianos indocumentados.

Es lo que el investigador dominicano Matías Bosch denomina “el negocio del odio”, un sistema que beneficia a los grandes grupos económicos y perjudica a los más pobres en ambos países. Matías es director de la Fundación Juan Bosch, su abuelo, quien fuera un gran demócrata, escritor y presidente dominicano, derrocado por un gobierno militar en 1963.

A pocos meses del terremoto de 2010, diversos diputados y referentes políticos dominicanos conservadores, en particular algunos representantes de la reaccionaria Fuerza Nacional Progresista (FNP), propusieron la construcción de un muro separando ambos países. La Comisión de Fronteras de la Cámara de Diputados dominicana analizó y propuso diversos proyectos de ley que permitirían avanzar en esta dirección.

Un muro para separar la isla, para aislar haitianos y dominicanos. Un muro de 360 kilómetros para enterrar el sueño de la unidad latinoamericana, Un muro para edificar el desencuentro entre un país pobre al que los ricos y famosos del mundo conocen por sus playas y resorts y otro país pobre al que los ricos y famosos del mundo conocen por la pena que da. Un muro para dividir dos pueblos con el mismo origen y la misma historia de opresión y desprecio a los derechos humanos.

Hay tantas cosas para construir en Haití y a la derecha dominicana sólo se le ocurre construir un muro en la frontera para separar ambos países: ladrillo sobre ladrillo, mostrando el tamaño de su despiadada insignificancia, a cinco años del terremoto.

No deja de ser curioso que el argumento para justificar semejante aberración sea la inmigración ilegal, la trata de personas y el narcotráfico promovido aparentemente por los haitianos. La solución del muro no sólo parece desconocer que la inmigración ilegal haitiana ingresa a República Dominicana por las fronteras legales (por alguno de los dos únicos pasos fronterizos existentes), sino también que ella es encubierta y promovida por las fuerzas policiales y militares, así como por los grupos económicos que se benefician de ella. La idea de un muro separando ambas naciones permite tener una cabal idea del grado de desprecio y humillación que las oligarquías dominicanas han expresado hacia los haitianos. Un desprecio y una humillación que el terremoto del 10 de enero de 2010 no hizo otra cosa que agudizar.

“Es interesante todo este discurso anti migratorio – sostiene Matías Bosch – cuando la democracia dominicana tiene más desterrados sociales y económicos que los que tuvo la tiranía. Hoy, cerca de 2 millones de dominicanos viven fuera del país. La gran mayoría son mano de obra barata en Estados Unidos, Puerto Rico o España, o ejercen la prostitución en Argentina, Holanda o Italia”. Bosch agrega que en su país, como en tantos sitios, “todo discurso racista y  xenófobo permite desplazar la mirada hacia lo menos importante”. El odio hacia Haití tiene un claro fin político en República Dominicana y se agudiza ante los escenarios electorales o las variaciones de temperatura en la coyuntura local.

 

Entrevista a Matías Bosch, investigador dominicano. CLACSO TV (segunda parte)

 

El terremoto del 12 de enero de 2010, lejos de contribuir con un mayor acercamiento entre los dos países, los alejó aún más.

Pero quizás no sea esto lo más grave.

Tal como indicamos en nuestra nota del 12 de octubre del 2013, La persistencia de la Masacre del Perejil, el Tribunal Constitucional Dominicano dictó laSentencia 168/2013 mediante la cual determina las condiciones de ejercicio del derecho de nacionalidad de los dominicanos. El detonante fue la acción de una joven, Juliana Deguís, a la que le fue negada su cédula electoral por considerar que su acta de nacimiento presentaba irregularidades. Juliana había nacido en República Dominicana, pero, desde la perspectiva del Tribunal, el ser hija de inmigrantes haitianos, trabajadores campesinos, que se encontraban en el país algunas décadas antes del nacimiento de su hija, no podía gozar de este derecho.La negación de la ciudadanía a una joven nacida en el país en 1984 causó un gran impacto internacional, además de un enorme repudio por decenas de organizaciones internacionales de derechos humanos. UNICEF consideró que la medida tendría "consecuencias devastadoras". "La decisión contradice numerosas decisiones de tribunales y de tratados de los cuales forma parte la República Dominicana, y contraviene los principios básicos de los derechos humanos", afirmó categóricamente el organismo de la ONU.

En interpretación del Tribunal Constitucional dominicano, los haitianos residentes en el país desde hace décadas son extranjeros en tránsito y, por lo tanto, sus hijos e hijas, los cuales siempre han sido dominicanos y poseen acta de nacimiento que así lo testifica, deberían perder la ciudadanía, pasando a la condición de inmigrantes en situación irregular.

Mientras el mundo aún se debatía en cómo contribuir a superar la catástrofe humanitaria vivida en Haití, el máximo tribunal constitucional dominicano, refinaba sus técnicas jurídicas para expulsar dominicanos, acusándolos de ser haitianos indocumentados, aunque hubieran nacido 20 o 30 años atrás en ese mismo lado de la frontera. La decisión del tribunal privó de su ciudadanía a más de 200 mil dominicanos como Juliana Deguís. En los últimos 30 años, República Dominicanaexpulsó cerca de 50 mil haitianos, sin preservar las mínimas garantías de derechos a los inmigrantes, establecidas internacionalmente.

En su sentencia del 28 agosto de 2014, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a la República Dominicana por la expulsión sumaria de 26 haitianos y dominicanos de padres haitianos, entre 1999 y 2000. Además,consideró que la decisión del Tribunal Constitucional violaba el “derecho a la nacionalidad”. El gobierno dominicano rechazó vehementemente la condena, lo que llevó a la Corte Interamericana a considerar el país en desacato.

"Si cada Estado tuviera la última palabra acerca de cómo interpreta el sentido y alcance de sus obligaciones internacionales, el Derecho Internacional no tendría ningún sentido", sostuvo el relator de la Corte Interamericana para derechos de las poblaciones migrantes.

La replica dominicana no se dejó esperar y por su Sentencia Nº 256 del 4 de noviembre de 2014, el mismo Tribunal Constitucional determinó la “inconstitucionalidad” de la injerencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el país, cuestionando así la legalidad de la condena y su negativa a aceptarla. El Tribunal que debe cuidar nada menos que de los asuntos constitucionales de República Dominicana no sólo violaba así el derecho internacional, sino también desconocía nada menos que el sistema interamericano de derechos humanos y su competencia en el país, determinada por la aprobación de la Convención Americana de Derechos Humanos por parte de su propio Congreso Nacional, en 1977, y por el Instrumento de Aceptación de la Competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que había firmado el presidente dominicano, Leonel Fernández, el 19 de febrero de 1999. El Tribunal Constitucional dominicano considerará que el Instrumento de Aceptación es inconstitucional ya que no fue debidamente ratificado por el Congreso Nacional, lo que volvería inocua cualquier resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el país.

“Tal es el odio a los haitianos que, simplemente, han despreciado nuestro sistema de derechos humanos y lo han avasallado una vez más, cuando deberíamos valernos de él como un eficaz mecanismo para el fortalecimiento de la democracia en el continente”, sostuvo un diplomático con larga experiencia en la Organización de Estados Americanos, OEA, cuando consulté su opinión sobre el asunto.

Haití y República Dominicana están unidas por una pequeña frontera, pero su convivencia está separada por un abismo de arbitrariedad, abusos y desprecios comunes.

Han pasado cinco años del terremoto que diezmó el presente de Haití. Las élites de República Dominicanas, encarnadas en sus tribunales, sus representantes políticos conservadores, su prensa reaccionaria, sus empresarios inescrupulosos, sus dirigentes racistas y xenófobos, contrasta con el sentimiento de hermandad y solidaridad que gran parte del pueblo dominicano siente hacia Haití y los haitianos.

Han pasado cinco años del terremoto y hoy, más que nunca, necesitamos una América Latina activa, unida y comprometida con los grandes decisiones y acciones que podrán ayudar a Haití a construir un futuro de dignidad, justicia e igualdad.

Mientras tanto, del mar llegan soldados y policías que poco y nada contribuyen con la necesaria estabilidad institucional democrática del país. Del mar llegan los tecnócratas del Banco Mundial con sus soluciones de gabinete, que no sirven ni sirvieron nunca para combatir las causas que producen la miseria y la injusticia en Haití o en cualquier lugar del planeta. Del mar llega una cooperación internacional cada vez más limitada, impotente y a la que se le agotan los recursos, de la que sólo algunas empresas parecen sacar mucho provecho, ante la mirada indignada o, muchas veces, indiferente de los haitianos y de los que dicen estar preocupados por ellos. Del mar viene un ilusorio canto de sirenas que promete soluciones fáciles para problemas complejos, tratando de ocultar la codicia que amplifica el tormento y el sufrimiento humano.

Mientras tanto, de la frontera le llegan a Haití maltratos y muros, insultos y sentencias jurídicas aberrantes.

A cinco años del terremoto, Haití sigue cercado por la miseria, el desprecio y la humillación. Cercado por el dolor.

Desde Buenos Aires

Contribuciones para comprender Haití:

 

  • Haití, NO Minustah. Página web de información y denuncia promovida por diversas organizaciones y movimientos sociales.
  • Entrevista de Jorge Gestoso a Ricardo Seitenfus, ex representante especial del Secretario General de la OEA en Haití. En Telesur.
  • Entrevista del portal de noticias dominicano Acentodiario a Ricardo Seitenfus.

Pablo Gentili. Nació en Buenos Aires en 1963 y ha pasado los últimos 20 años de su vida ejerciendo la docencia y la investigación social en Río de Janeiro. Ha escrito diversos libros sobre reformas educativas en América Latina y ha sido uno de los fundadores del Foro Mundial de Educación, iniciativa del Foro Social Mundial. Su trabajo académico y su militancia por el derecho a la educación le ha permitido conocer todos los países latinoamericanos, por los que viaja incesantemente, escribiendo las crónicas y ensayos que publica en este blog. Actualmente, es Secretario Ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro. Coordina el Observatorio Latinoamericano de Políticas Educativas (FLACSO/UERJ/UMET).