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Opinión | Profesora Rosario Espinal/analista social
A los 84 años mi madre ha partido de esta tierra. Vino a buscarla mi padre, diría yo. Aunque desde hace años tenía achaques, no estaba particularmente enferma, cuando el domingo 28 de agosto comenzó a sentirse mal. Rápidamente fue traslada a la clínica y poco después falleció de un infarto. Dije que vino a buscarla mi padre, fallecido en septiembre de 2003, porque el sábado en la noche, es decir, la noche antes de morir, se soñó que mi papá la llamaba constantemente, según contó ella misma el domingo cuando se levantó.
En esas cábalas de sueños, la señora que trabaja en la casa le dijo que alguien se iba a morir, y, efectivamente, murió ese mismo día un primo de mi madre. Con esa muerte parecía resuelto el enigma del sueño. Horas después mi madre comenzó a sentirse mal y falleció rápidamente.
Perder una madre es perder una parte importantísima de uno mismo. Venimos al mundo conectados biológicamente de la madre, y desde entonces, son inmensos e innumerables los cuidados que recibimos. Son tantos, que con frecuencia olvidamos muchos. Y es tan misterioso el cuidado, que recordamos poco de lo que nos sucede en los primeros años de vida, cuando las madres se empeñan en amantarnos, alimentarnos, bañarnos, cuidarnos y pasearnos.
Mis primeros recuerdos se remontan a un bañito en el patio de la casa, tendría yo algunos tres años, donde mi madre nos ponía a refrescarnos. Supongo que era tal delicia, que cuando tuve a mi hija, una de las actividades que más disfrutaba era ponerla en un bañito azul a refrescarla.
Recuerdo nuestros viajes anuales a Jarabacoa; era el ritual de verano. Ahí mi madre leía mientras nos echaba el ojo en la piscina o en el caballo, y fue ahí donde se me grabó la idea de leer como diversión.
Recuerdo a la madre política que acompañó a mi padre en sus aventuras del post-trujillismo. Mis primeras caravanas políticas fueron en aquel Volkswagen (cepillito) azul con canciones en la travesía.
Recuerdo a la madre anfitriona de fiestas familiares. Era la matrona, la que congregaba, la que unía. Siento que a partir de ahora nadie en la familia podrá ocupar ese lugar. Sus zapatos nos quedan grandes a todos.
Recuerdo a la madre que cuando llegaron las computadoras al país le dijo a mi padre: “quiero una”. Tomó un curso para aprender a usarla, se hizo adicta al internet, y un día proclamó: “primero Dios y después el internet.” No sé cómo ni cuándo tendré fuerzas para remover la laptop de su habitación.
Ahí escribió dos libros. El primero ya publicado a sus 80 años sobre la vida de un hermano de La Salle, su buen amigo, el Hermano Rafael. Y el segundo que está en revisión, sobre la vida inusual de una monja dominicana. Ese está en las manos del Hermano Pedro Acevedo para posible publicación. Sin pretenderlo ni imaginarlo, sin haber estudiado ciencias sociales, terminó siendo investigadora de vidas y escribiendo.
Nunca olvidaré a la madre disciplinaria que nos enseñó a ser responsables, honestos, y a tener compasión humana. Vivimos con el desafío de no fallarle.
Mi madre era de las primeras lectoras de mis artículos periodísticos. Cada miércoles por la mañana, tomaba el periódico HOY para ver lo que yo escribía. Cuando no compartía mis planteamientos, me lo decía siempre con respeto y tolerancia. Tomaba sus comentarios para aprender a comunicarme con las personas que piensan y no piensan como yo.
Mami, donde estés, estoy segura que seguirás acompañándome y orientándome. Un beso en el infinito.