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Opinión | Leonardo Boff/Teologo de la Liberación

Los días 19 y 23 de septiembre, México fue sacudido por dos terremotos, uno de magnitud 7,1 y otro de 6,1 en la escala Richter, que alcanzaron a 5 Estados, decenas de municipios, incluida la capital, Ciudad de México, colapsando centenares de casas y produciendo grietas en otros cientos de edificios. Iglesias bellísimas, como la de san Francisco de Asís en Puebla, vieron sus torres derribadas.

Todavía se acuerdan todos del terrible terremoto de 1985 que produjo más de diez mil víctimas. Este, aunque ha sido muy fuerte, mató a 360 personas.

He estado posteriormente en México y en Puebla, invitado para dar conferencias, y he podido verificar in situ< los estragos y el trauma ocasionado en la gente.

Pero lo que ha llamado la atención general ha sido el espíritu de solidaridad y de cooperación del pueblo mexicano. Sin que nadie las convocase, miles de personas, especialmente los jóvenes, se pusieron a remover escombros para salvar a las víctimas enterradas. Se organizaban grupos espontáneamente y este espíritu de solidaridad pudo salvar muchas vidas.

Inmediatamente se crearon centros de recogida de ayuda a las víctimas, ya fuera con mucha agua, víveres, ropa, mantas y todo tipo de utensilios importantes para una casa. En el momento en que escribo este artículo (13/10/17) todavía se ven muchos lugares de acopio. La cooperación no conoce límites.

Narro solamente dos hechos que son conmovedores. El primero: el edificio de una escuela se derrumbó lentamente con muchos niños dentro. Un joven, viendo que en medio de las ruinas se había formado una especie de canal, penetró rápidamente por el agujero y sacó a varios niños de 5-7 años. Apenas había sacado al último cuando detrás de él cayó otra parte de la escuela, salvándose por segundos.

Segundo hecho: una joven señora, de unos 30 años de edad, estuvo 34 horas debajo de los escombros. Concedió una conmovedora entrevista por la televisión, narrando las distintas fases de su tragedia. Aprisionada entre los escombros, una plancha de concreto quedó fijada a un palmo de su rostro. Durante 30 horas no oía ninguna voz, ni pasos, ni ningún ruido que significara la aproximación de alguien que pudiese rescatarla.

Entonces narró los distintos estadios psicológicos, semejantes a los que conocemos cuando un enfermo recibe la noticia del carácter incurable de su enfermedad y de la proximidad de la muerte.

En un primer momento, esta señora se preguntaba: ¿por qué precisamente yo debo pasar por esta desgracia? Después, casi desesperada, se puso a llorar hasta quedarse sin lágrimas. En el momento siguiente, se puso a rezar y a suplicar a Dios y a todos los santos y santas, especialmente a la Virgen de Guadalupe, la de mayor devoción de los mexicanos. Finalmente, se resignó y confiadamente se entregó a la voluntad misteriosa de Dios. Pero no perdió la esperanza.

Por fin, oyó pasos y después voces. La esperanza se fortaleció. Después de 34 horas, literalmente sepultada bajo una montaña de escombros, pudo ser rescatada. Y he aquí que, alegre y entera, acompañada por una psicoanalista especializada en tratar traumas psicológicos como los causados por un repentino terremoto, allí estaba ella dando testimonio de su terrible experiencia.

México es una región marcada geológicamente por terremotos, dada la configuración de las placas tectónicas de su subsuelo. El ser humano no tiene poder sobre estas fuerzas telúricas. Lo que puede hacer es precaverse, aprender a construir sus edificaciones, resistentes a terremotos al modo de los japoneses y, sobre todo, acostumbrarse a convivir con esta realidad indomable. De manera semejante lo hace la población de nuestro semiárido nordestino, que debe adaptarse y aprender a convivir con la sequía que puede durar largos años, como ocurre actualmente.

En el debate tras una conferencia en la Universidad Iberoamericana, en la ciudad de México, una señora declaró: “si nuestro país y si la humanidad entera viviesen ese espíritu de solidaridad y de cooperación, no habría pobres en el mundo y habríamos rescatado una parte del paraíso perdido”.

Yo reforcé esta desiderata suya y le dije que fue la cooperación y la solidaridad de nuestros antepasados antropoides, que comenzaron a comer juntos, lo que les permitió dar el salto de la animalidad a la humanidad. Lo que fue verdad ayer, debe ser verdad todavía hoy. Sí, la solidaridad y en general la cooperación de todos con todos podrá rescatar la esencia hacernos plenamente humanos. En estos días recientes el pueblo mexicano nos ha dado un espléndido ejemplo de esta verdad fundamental.