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Opinión | Maximiliano Dueñas Guzmán

En noviembre de 2005, José A. Rodríguez, Jr. un puertorriqueño con casi 30 años en la Agencia Central de Inteligencia (CIA por sus siglas en inglés), ordenó la destrucción de 92 videos que documentaban la tortura de dos presos en una cárcel clandestina de Estados Unidos en Tailandia. Las torturas incluían la ingestión forzada de agua (waterboarding)  y otras técnicas explícitamente prohibidas por la ley internacional. El furor público ocasionado por la noticia de esta destrucción de evidencia de un crimen, obligó al Departamento de Justicia de Estados Unidos a nombrar un fiscal especial independiente para formular cargos contra los responsables. Sin embargo, la obstrucción sistemática que abogados de la CIA tramaron contra esta investigación permitió que el periodo de radicar cargos criminales prescribiera en noviembre de 2010. Mientras tanto, Rodríguez se jubiló de la CIA y casi inmediatamente fue contratado como vicepresidente de  la National Interest Security Company, una de las múltiples corporaciones surgidas en las últimas décadas para privatizar las actividades de espionaje y guerra de los países más poderosos del planeta. Según un  reportaje de Prensa Asociada, Rodríguez mantiene acceso directo a la alta jerarquía de la CIA gracias a su puesto en National Interest Security Company.

 A finales de abril de 2012, Rodríguez publicó un libro, Hard Measures: How Aggressive CIA Actions After 9/11 Saved American Lives,  jactándose de ser el autor de la orden de destrucción de los videos y alabando las virtudes de la tortura como técnica militar para la promoción de los intereses de los Estados Unidos. La cobertura noticiosa de la publicación de este libro –donde el autor se vanagloria de haber cometido un acto criminal– por algunos de los principales medios de comunicación estadounidenses alimenta las sospechas de la existencia de una connivencia  militar-mediática en los altos círculos de poder de Estados Unidos. De hecho, la National Interest Security Company –la corporación cuasi militar en la cual Rodríguez se desempeña como vicepresidente desde el 2008– destaca “la explotación de medios” como una de sus principales áreas de trabajo.                        

Tal vez la complicidad mediática más descarada con el sadismo que Rodríguez patrocina fue el de 60 Minutes, un programa noticioso de la cadena Columbia Broadcasting System (CBS). En su contextualización de la entrevista a Rodríguez, la reportera lo presenta como el “franco (blunt) director puertorriqueño” del programa de Servicios Clandestinos de la CIA y justifica la publicación del libro como la defensa de Rodríguez  ante la amplia condena pública al “programa de interrogación con técnicas fuertes” en “sitios secretos”, eufemismos que usa durante toda la entrevista para evitar el uso de las palabras más precisas: tortura y cárceles clandestinas e ilegales. Durante la entrevista de casi media hora, la reportera no pide a Rodríguez que detalle las técnicas de tortura, y simplemente acepta que él las describa como formas de “incomodar” a las víctimas. En uno de los muchos comentarios en blogs sobre la superficialidad de esta entrevista, alguien pregunta si la falta de rigor periodístico por parte de la reportera se debió al hecho que CBS es propietaria de Threshold Editions/Simon & Schuster, la editorial que publica el libro de Rodríguez.

 En el reportaje de Prensa Asociada sobre la publicación del libro, el eufemismo utilizado es el de “centros de detención e interrogación de la CIA”, y Rodríguez es caracterizado como un  oficial de la CIA quien ante la inacción de la “burocracia de Washington” tuvo que actuar  para “proteger vidas americanas”.  “Técnicas severas de interrogación” es el eufemismo en el reportaje televisivo de la cadena Fox, la cual se destaca por su obsequiosidad ante el militarismo estadounidense. Por coincidencia, esa es la frase oficial con que la CIA denomina su programa de tortura.   

Según la autora del blog  Emptywheel, la mayor falla de la cobertura periodística de la destrucción de los videos que documentaban la tortura en la cárcel clandestina en Tailandia, ocurrió en el 2010, cuando prescribió el periodo de formulación de cargos criminales contra Rodríguez y otros funcionarios de la CIA. De acuerdo a la autora de Emptywheel, los principales medios de Estados Unidos, incluyendo el New York Times y el Washington Post, sencillamente ignoraron la prescripción: “¿A dónde se fueron los medios americanos que habían estado cubriendo la investigación de la destrucción de los videos de tortura desde sus inicios? ¿En qué hoyo se escondieron mientras prescribía el periodo de radicar cargos?” 

La prescripción del periodo para radicar cargos criminales se logró no sólo debido a las continuas maniobras legales de la CIA, sino principalmente debido a la falta de interés por parte del Departamento de Justicia de Estados Unidos bajo la presidencia de Obama en revelar el grado de ilegalidad en que incurrieron las fuerzas armadas y agencias de espionaje de ese país en los años inmediatamente posteriores al 11 de septiembre de 2001. Posiblemente esa reticencia a descubrir la totalidad de la verdad también motivó a los editore de los principales medios estadounidenses.

Retornando al verdugo boricua, ¿cómo es que él justifica su decisión de destruir los videos que documentaban la tortura?  En la entrevista en 60 Minutes, él enfatiza que su motivación principal fue la protección de la identidad de los oficiales de la CIA que aparecían en los videos. Este argumento, sin embargo, no es muy creíble ya que lo más probable es que los torturadores usaban máscaras. Aunque no se sabe a ciencia cierta, el detalle con que las torturas se realizaban en las cárceles secretas de la CIA (antes de aplicar una técnica particular, el torturador de turno tenía que conseguir autorización firmada del asistente del Director de Operaciones en la oficina central de la CIA), da lugar a concluir que los torturadores usaban máscaras, conclusión corroborada por al menos una víctima inocente de estas torturas.

En la entrevista, Rodríguez también se refiere a los videos como “imágenes feas”. Y es esta frase la que provee varias pistas sobre su estado mental al momento de ordenar la destrucción de los videos. Su estado mental, y en forma similar el del resto de la alta jerarquía de la CIA en ese momento, era aparentemente uno de gran zozobra por limitar el conocimiento público del programa de cárceles secretas y de la tortura sistemática que ahí se realizaba.

Primera pista: alrededor de un año antes que él ordenara la destrucción de los videos, la opinión pública mundial se había horrorizado ante las fotos y videos que detallaban la tortura y trato inhumano de prisioneros iraquíes por parte de militares estadounidenses en la cárcel de Abu Ghraib. En el 2009, la CIA reveló que tenía sobre 3,000 documentos relacionados con los videos que Rodríguez ordenó destruir. O sea, que lo que le preocupaba a Rodríguez no era cualquier evidencia, sino solamente la evidencia visual por temor a otro escándalo internacional semejante al  de Abu Ghraib.

Segunda pista: en el libro él hace un reconocimiento implícito de la ilegalidad de lo que estaba ocurriendo en la cárcel secreta de Tailandia: “Sabíamos que si alguna vez salían a luz las fotos de los oficiales de la CIA aplicando las técnicas de interrogatorio realzado, la diferencia entre lo que es un programa legal, autorizado y necesario y las acciones insensatas de algunos policías militares quedaría sepultada por el impacto de las imágenes”. Las “acciones insensatas” a las cuales él se refiere son las torturas realizadas y grabadas en los videos antes de que el Presidente Bush autorizara por escrito la técnica de ingestión forzada de agua, y por ende en el momento en que se realizaron, estas prácticas no tenían ningún manto de legalidad.

Tercera pista: el 2 de noviembre de 2005, el Washington Post publicó en primera plana  un artículo revelando por primera vez ante la opinión pública mundial la existencia de las cárceles secretas de la CIA en varios países de Asia y Europa Oriental. Seis días después, Rodríguez ordenó la destrucción de los videos.

 Cuarta pista: en mayo y septiembre del 2005, un senador había hecho solicitud formal a la CIA para que le proveyera copias de los videos y le clarificara si la práctica de ingestión forzada de agua era considerada legal. En resumen, la verdadera motivación para la destrucción de los videos parece haber sido el reconocimiento que la CIA tenía poco tiempo antes de que se viera obligada a publicarlos y así enfrentarse a otro escándalo de la magnitud ocasionada por las fotos y videos de tortura en Abu Ghraib.

Al momento de tomar su decisión, Rodríguez sabía que no habría gran riesgo en la destrucción de los videos, pues la alta esfera del gobierno de Bush apoyaba el uso de la tortura. Así su principal objetivo era el de minimizar el conocimiento público de las cárceles secretas y de la tortura que él supervisaba. El día después de la destrucción de los videos, Rodríguez recibió el primer espaldarazo por parte de la alta jerarquía de la CIA. Un alto oficial de la agencia escribió un correo electrónico justificando la acción de Rodríguez: “Tal y como dice José, el escándalo surgido por la destrucción es nada en comparación con lo que sería si los videos llegarán a dominio público —él dijo que fuera de contexto, los video nos harían lucir terriblemente, sería devastador para nosotros”.

No obstante el dogmatismo de Rodríguez  y el de sus supervisores por el secretismo y la destrucción de evidencia, otros altos oficiales del gobierno estadounidense ofrecen posturas más moderadas. Según un reportaje de la revista The New Yorker, ya para el 2004 había oficiales de la CIA que pedían la transferencia de prisioneros desde las cárceles secretas a prisiones militares de modo que se les pudiera brindar a los presos “algo del proceso debido de ley”. Para otros, la cuestionable legalidad de las cárceles secretas y la tortura, debilitaba las posibilidades de procesamiento legal de miembros de la organización Al Qaeda. Dana Priest, la reportera del Washington Post que reveló la existencia de las cárceles clandestinas, afirma que a partir del establecimiento de las primeras prisiones secretas, el programa generó cada vez más debates, en los cuales se expresaban preocupaciones con “la legalidad, moralidad y utilidad de tener aún a terroristas impenitentes en solitario y en el clandestinaje”.  

Un hecho que Rodríguez cómodamente no resalta en su libro es  que antes de noviembre del 2005, un tribunal del gobierno central de Estados Unidos había ordenado a la CIA que no destruyera los videos. En agosto del 2011, seis años después de los hechos, un tribunal de Estados Unidos sancionó a la CIA por su intento de evasión legal en el caso de la destrucción de los videos. En ese mismo caso, el juez elogió a la American Civil Liberties Union (ACLU) por, según  un reportaje de la propia ACLU, “su extraordinario esfuerzo por revelar al público información sobre el abuso contra personas detenidas por los Estados Unidos”.

Otro hecho que Rodríguez omite en su libro es el de las múltiples declaraciones de gobiernos europeos condenando la existencia de las cárceles clandestinas en ese continente. A modo de ejemplo, en la resolución del 2007, el Comité de Asuntos Legales y Derechos Humanos de la Asamblea Parlamentaria Europea declaró que el programa de cárceles clandestinas ha dado lugar a “repetidas violaciones de derechos humanos”. La resolución también expresa que “el Comité francamente deplora el hecho que los conceptos de secreto de estado y seguridad nacional sean invocados por muchos gobiernos…para obstruir procesos judiciales y/o parlamentarios que buscan establecer las responsabilidades del ejecutivo con respecto a alegaciones de violaciones de derechos humanos.”

Según el propio Rodríguez, además de justificar la destrucción de los videos, su libro tiene el propósito de apoyar el uso de técnicas de tortura. El debate sobre el uso de la tortura se puede dividir en dos vertientes, la que aborda la efectividad de estas técnicas y la que se enfoca en la inmoralidad de esta práctica. Como alguien que se ha desempeñado por años como verdugo, Rodríguez no da consideración seria al debate moral contra la tortura (su enajenación moral es tal que hasta incluye fotos familiares en su libro). Pero aún sus argumentos sobre la efectividad de la tortura (el subtítulo del libro es “como las medidas severas” –entiéndase tortura– “de la CIA después del 11 de septiembre salvaron vidas americanas”) no aportan significativamente al debate, pues éstos han sido refutados reiteradamente por expertos en espionaje. El Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos está a punto de concluir lo que es el estudio más exhaustivo sobre las técnicas de tortura que Rodríguez y otros han defendido doctrinalmente.  

En información preliminar sobre las conclusiones de este estudio, el cual lleva tres años en progreso y ha incluido millones de documentos sometidos por la propia CIA, se indica que la tortura usada  por la CIA en la guerra contra el terrorismo no produjo evidencia significativa. La presidenta de ese Comité convocó a una conferencia de prensa, expresamente para afirmar que, contrario a lo que Rodríguez alega en su libro, ninguna información obtenida por la CIA a través de la tortura contribuyó a la localización de Osama Bin Laden.

Mientras muchos comentaristas en Estados Unidos han despachado el libro de Rodríguez como un capítulo menor en el debate sobre la efectividad de la tortura, a nosotros y nosotras que vivimos en Puerto Rico nos toca otra reflexión. El debate al que estos comentaristas hacen referencia, no deja de ser una polémica de las culturas del  imperio. Nuestra reflexión es más humilde pero al mismo tiempo más abarcadora, pues debe profundizar en torno a la inmoralidad que representa ser un verdugo en el siglo XXI y sobre qué elementos de los significados colectivos que producimos y reproducimos diariamente contribuyen a la formación de futuros torturadores. La reflexión en torno a la depravación mental y moral en que vive Rodríguez tiene que abordar el hecho vergonzoso que él es hijo del archipiélago borinqueño. ¿Cómo es posible que eso que llamamos cultura puertorriqueña –ese conjunto cambiante de significados– haya contribuido a producir un individuo que aún el actual presidente de Estados Unidos reconoce como un torturador?

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