Contáctenos Quiénes somos
Opinión | Miguel Ángel Cid Cid/Consultor Internacional

Ya les conté muchas veces, como fue que caí del Cupey de Puerto Plata a la Ciudad Corazón. Así, que para nada los agobiaré repitiendo lo mismo. De manera, que pasado unos meses luego de la llegada triunfal, mis hermanas me llevaron a pasear por el casco urbano de la ciudad.

¡Dejémonos de rodeos!, la caminata fue por la calle “El Sol” a ver las vitrinas de las tiendas. Entre las muchas vitrinas estaban las obligatorias, una de ellas era “La Quinta Avenida”.

En efecto, en esos tiempos era normal quedar embelesados frente a las exhibiciones de las tiendas de zapatos y ropas para hombres, mujeres y niños, de todas las edades. Además, la condición social y económica de los mirones, pasaba desapercibida. Nadie osaba desperdiciar el tiempo viendo para otro lado que no fueran las vitrinas de las tiendas. ¡Se imaginan como estaría yo recién llegado del campo! “Todavía con olor a hojas”.

Los anuncios publicitarios, para competir en el comercio eran insignificantes y se concentraban en las radioemisoras y en los escasos periódicos impresos de entonces. En consecuencia, la forma de dar a conocer y competir era mediante la habilitación de grandes armarios transparentados con cristales gigantes, desde el piso hasta el techo.  

Atendiendo a esa realidad, los dueños de tiendas ponían a prueba su creatividad en la decoración de las vitrinas de sus tiendas. Sin dudas, el objetivo era llamar la atención de los peatones, llamado que se reflejaría luego en las ventas de los productos exhibidos.

¡E ahí!, la genialidad de Enrique Gómez, cuyo primer nombre era Luciano y que él prefería abreviar con una simple “L.”.

¿A cuento de qué, sale a relucir el nombre de Enrique Gómez?, se preguntarán. Es sencillo, Don Enrique era el propietario de la tienda de zapatos “La Quinta Avenida”, en la calle “El Sol” esquina Duarte, Santiago. Misma que hoy se denomina “El Encanto Zapatos”.

¿Qué era lo asombroso de La Quinta Avenida?, siguen preguntando. La magia, residía en exhibir un zapato gigante del tipo Mocasines. El acertijo, estaba en que la persona que el zapato le ajustara a sus pies, La Quinta Avenida le regalaba 100 pares de zapatos nuevos. 

--Un día, un joven de Jánico estuvo a punto de ganarse el premio--, coinciden Doña Elena Rancier, y Pablo Gómez, esposa e hijo de Don Enrique. 

--¡Oh Dios!, ¡qué susto pasé hoy en la tienda!, por poquito un “patú” serrano se gana el premio--, exclamó Gómez a Doña Elena. Incuso, mi padre Don Luis contó la misma historia en varias ocasiones.

En verdad, muchos lugareños de la época disfrutaban viendo el zapato gigante durante horas enteras y su historia andaba de boca en boca.   

Don Enrique era de poco hablar, gustaba de la lectura y la música clásica, coleccionaba libros de historia y su ritmo preferido era el tango. Además de Pablo, el menor de sus hijos, están, de mayor a menor, Aida y Luciano.

De José Pugliese, su padre, heredó el negocio de zapatos. Pugliese, un inmigrante italiano dedicado a fabricar y vender zapatos, tenía una tienda entre las calles Duarte y Máximo Gómez, Santiago, llamada “La Marchantón”. 

Don Enrique Gómez, un hombre cuya condición de comerciante importante de la gran ciudad, jamás fue obstáculo para el cultivo de las virtudes humanas. En vez de disminuir los valores de bondad, humildad, honradez y honestidad, él los fortaleció. Nunca se le escuchó una expresión de arrogancia.

Hace 18 años,  el 30 de agosto del 2000, falleció Enrique Gómez. Sus tres hijos, Aida, Luciano y Pablo, igual su esposa Elena con la que convivió 47 años, añoran su pasión de padre y esposo. Don Enrique Gómez, es sin lugar a dudas, un loable ejemplo de que los valores humanos pueden convivir con la agria condición de comerciante. 

A mí, (todo que ver con quien escribe) me glorifica haber sido amigo de Don Enrique y continuar la amistad con Doña Elena y su hijo Pablo.