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Opinión | Juan Bolívar Díaz

Una de las imágenes que más recuerdo de mi infancia, más de casi siete décadas atrás, es la de mi padre Juan Díaz Hernández, casi encerrado en su habitación, sin presentarse en la bodega del batey Alejandro Bass, haciendo correr la voz de que estaba enfermo.

Era su recurso para no atender la “cordial invitación” al mitin en el ingenio Consuelo donde se pediría una vez más al padre de la patria nueva que siguiera a caballo salvando y reconstruyendo la nación.

Don Nico no había completado el sexto grado, que en los bateyes de los cincuenta era sobresaliente, sin embargo tenía un doctorado en dignidad y no le gustaba que lo cogieran de mojiganga. Ni siquiera el Jefe, y creo que por eso todos sus hijos hemos militado siempre en la escuela de la rebeldía. Doña Juanita tampoco llegó muy lejos en la escolaridad, pero a ellos agradecemos que a los 13 años ya anduviéramos panfleteando contra la baba del tirano.

Antes de que clareara la primavera libertaria, merodeamos por la Duarte casi esquina Mella tentados de unirnos al MPD de Máximo López Molina, quien proclamaba el 1961 como “año de la libertad o de la muerte”, y a la primera convocatoria perredeísta del 16 de julio bajamos desde María Auxiliadora pancarta en mano, por la avenida Julia Molina, rumbo al Conde.

Como gran parte de la generación de los sesenta, acurrucamos todos los anhelos de un país libre y democrático, con el poeta Ayuso “abriendo surcos claros para que el sueño quepa”. Los caminos resultaron bien abruptos y cargados de repetidas encerronas, tantas que un día nos encontramos de frente con aquellas inmensas bestias de acero y fuego que los yanquis cruzaron en las calles por donde había corrido tanto sudor de libertad.

Lo que entonces no previmos fue que 60 años después la historia sería la misma, acarreando empleados públicos y explotando la miseria y la ignorancia para la continuidad sin límites del coyuntural nuevo salvador de la patria. Pueblo por pueblo repitiendo las mismas alabanzas, que sin ti se hunde este país, que para que no se detenga el progreso, que no desperdiciemos el nuevo mesías… Y casi todos los senadores y los alcaldes proclaman al nuevo benefactor, y uno sentenció en Monte Plata que “pasarán otros 500 años para que la República vuelva a tener un gobernante como Danilo”, aunque falte un cuarto de siglo para el bicentenario.

Es relevante que más de cien alcaldes estén a la cabeza de la procesión, cuando el nuevo santísimo ha reducido a menos de la tercera parte la asignación que la Ley de Municipios les acuerda de los ingresos nacionales, convirtiéndolos en mendigos de la benevolencia patriarcal. Fueron 184 mil 622 millones de pesos que Danilo Medina dejó de entregar a los ayuntamientos entre el 2013 y 18, del 10 por ciento asignado en la Ley. Para él repartirlo personalmente en visitas sorpresas y prebendas de todo género. Como se ha quedado también con más de 4 mil millones de pesos del 5 por ciento de los beneficios netos de la explotación del oro de Pueblo Viejo, establecidos por ley, mientras unas 300 familias de los alrededores llevan más de un año en un campamento reclamando ecológica reubicación.

Son las mismas babas, los eternos engaños y manipulaciones brutales de conciencias sobre los que se han montado todos los imprescindibles de nuestra historia, desde Pedro Santana, Buenventura Báez, Lilís Heureaux, Horacio Vásquez, Rafael Trujillo, Joaquín Balaguer, Leonel Fernández, y ahora Danilo Medina. Todos salvadores de la nación, en dos tercios de su historia, aunque 175 años después todavía la mitad de los dominicanos sueñan con energía eléctrica y agua potable permanentes, con viviendas decorosas, alcantarillados pluviales y sanitarios, y que no lideremos las tasas de muertes neonatales y maternas. También que no nos quemen en todas las pruebas de educación, que no encabecemos las tablas mundiales de la corrupción y la impunidad, que tenga vigencia la separación e independencia de los poderes del Estado, que los presidentes sean los primeros en respetar la Constitución y las leyes.

¡Qué pena León Felipe, qué pena! Que este camino tuviera que ser tan abrupto “y siempre se repitieran las mismas cuestas,/las mismas praderas,/ los mismos rebaños,/ las mismas ventas” Poeta cómo soportar “ver las mismas cosas siempre/ con distintas fechas,/ los mismos hombres,/ las mismas guerras,/ los mismos tiranos,/ las mismas cadenas,/ los mismos esclavos,/

las mismas protestas,/ los mismos farsantes,/ las mismas sectas/ y los mismos poetas!Qué pena que sea así todo siempre/ siempre de la misma manera!”