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Opinión | Leonardo Boff/Teologo de la Liberación

  El Día Internacional de la Mujer, aunque en el fondo cada día es el día de la mujer, nos ofrece la oportunidad de pensar en el desafío que nos plantea el movimiento feminista mundial.

Ese movimiento más que otros ha hecho dos revoluciones: puso en cuestión el machismo y el patriarcalismo. El machismo como la dominación del hombre sobre la vida de la mujer, que dura ya siglos. La lucha de las mujeres nos despertó hacia la cuestión de género, que envuelve relaciones de poder. Este no puede ser sólo del hombre. Debe ser compartido entre el hombre y la mujer. Evitar la división sexual del trabajo y priorizar la lógica de compartir y de coparticipar en todo el proyecto de vida a dos. De aquí surge una relación más justa y armoniosa.

En segundo lugar, el movimiento feminista ha hecho tal vez la crítica más consistente a la cultura patriarcal, que organizó toda la sociedad y las distintas instancias de la vida y también de la religión. El hombre asumió el poder a través del cual somete a los demás, dirige el Estado, crea la burocracia, organiza el ejército y hace guerras. Casi todos los héroes y la mayoría de las divinidades son masculinas. Él ocupa la vida pública y relega a la mujer a la vida privada y familiar. El patriarcado ha sido desmantelado teóricamente por la crítica feminista, si bien en la práctica intente siempre de nuevo dominar a la mujer. Un refugio especial del patriarcado son los medios de comunicación y el marketing, que usan a la mujer, no sólo su todo, sino las partes de ella, sus pechos, sus piernas, sus partes íntimas. Es una forma de transformar a la mujer en objeto y uso.

La gran contribución del feminismo ha sido haber mostrado que todas o casi todas las culturas que existen hoy son patriarcales. Como consecuencia mantienen la desigualdad en la relación hombre-mujer en todos los ámbitos. Sea en EEUU, en Alemania o en Brasil, una mujer, en el mismo trabajo, incluso siendo más competente, por el hecho de ser mujer gana un 20-30% menos que el hombre que ejecuta la misma función. No basta tener conciencia de la superación teórica del patriarcado, hay que demoler sus hábitos mantenidos en las instituciones y en los comportamientos sociales.

Pero no siempre ha sido así. El ser humano existe desde hace ya 7-8 millones de años. En la primera fase, que duró millones de años, las relaciones hombre-mujer eran de armonía y de equilibrio con la naturaleza. Contrariamente a lo que cree el pensamiento patriarcal, la verdadera convivencia humana no fue regida por la violencia de unos sobre otros sino por la solidaridad y por la cooperación. La violencia es reciente en el proceso de la antropogénesis. Comenzó con el homo faber hace dos millones de años, que en su búsqueda de alimentos, especialmente en la caza, empezó a usar el instrumento y la fuerza. Ahí el masculino pasó a ser el género predominante. Adquirió hegemonía al surgir hace 8 mil años la agricultura, los pueblos, las ciudades y los imperios. Las relaciones hombre-mujer pasaron a ser de desigualdad: él ha ocupado toda la vida pública, gobierna solo y relega a la mujer a la función de procreadora y cuidadora del hogar.

Los cambios siempre buscados culminan en el siglo XX con la segunda revolución industrial cuando la mujer entra en el dominio público porque el sistema competitivo fabrica más máquinas que machos. Desde finales del siglo XX hasta hoy, las mujeres son la mayoría en la humanidad y casi el 50% de la fuerza laboral mundial. Con esto se cierra, en cierto modo, el ciclo patriarcal y comienza un nuevo paradigma de valoración de las diferencias y de búsqueda de la igualdad, que aún debe ser alcanzada.

Las mujeres aportan algo radicalmente nuevo al sistema productivo y al Estado. No será solo competitivo y autoritario. La mujer aporta lo que vive en el dominio privado: los valores de solidaridad, de compartir y de cuidado. Milenariamente ha sido educada para el altruismo. Si un bebé no tiene a su disposición a alguien desinteresado que lo cuide, no durará ni unos días. De esta manera, la entrada de las mujeres en el dominio público masculino es condición esencial para la humanización y una mayor cooperación en el mundo del trabajo y, lo que es fundamental, ayuda a revertir el proceso de destrucción de la naturaleza y de la especie humana.

Esto quedó claro para la conciencia colectiva en el Informe de las Naciones Unidas para el Fondo de Población (UNFPA) que sostiene: “la raza humana ha estado saqueando la Tierra de manera insostenible, y dar a las mujeres un mayor poder de decisión sobre su futuro puede salvar al planeta de su destrucción” . Véase que aquí no se habla de “poder de participación”, que siempre lo han tenido, sino de “poder de decisión”.

Ellas son las que entienden de vida puesto que la generan. Serán las principales protagonistas en la decisión de una biocivilización asentada en el cuidado, la solidaridad y la lógica del corazón, sin la cual la vida no germina. Ellas, junto con los hombres que desentrañaron su dimensión de anima (cuidado, gentileza y amor) que se articula con la dimensión animus (razón, organización, dirección), presentes en proporciones propias en cada persona, pueden dar un nuevo rumbo a nuestra existencia en este planeta y alejarnos del camino sin retorno, camino de perdición.