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Opinión | Leonardo Boff/Teologo de la Liberación

Vivimos tiempos dramáticos bajo el ataque del coronavirus, una especie de guerra contra un enemigo invisible, contra el cual todo el arsenal destructivo de armas nucleares, químicas y biológicas fabricadas por los poderes militaristas son totalmente inútiles e incluso ridículas. El Micro (virus) está derrotando a lo Macro (nosotros).

Tenemos que cuidarnos personalmente y cuidar a los demás, para que podamos salvarnos juntos. Aquí no valen los valores de la cultura del capital, no la competencia, sino la cooperación, no la ganancia sino la vida, no la riqueza de unos pocos y la pobreza de las grandes mayorías, no la devastación de la naturaleza, sino su cuidado. Estamos en el mismo barco y sentimos que somos seres que dependemos unos de otros. Aquí todos somos iguales y con el mismo destino feliz o trágico.

¿Qué somos como humanos?

En estos momentos de aislamiento social forzado, tenemos la oportunidad de pensar sobre nosotros mismos y en lo que realmente somos. ¿Sabemos quiénes somos? ¿Cuál es nuestro lugar en el conjunto de seres? ¿Para qué existimos? ¿Por qué podemos ser infectados por el coronavirus e incluso morir? ¿Hacia dónde vamos? Al reflexionar sobre estas preguntas impostergables, vale la pena recordar a Blaise Pascal (+1662). Nadie mejor que él, matemático, filósofo y místico, para expresar el ser complejo que somos:

“Qué es el ser humano en la naturaleza? Una nada frente al infinito y un todo frente a la nada, un medio entre la nada y el todo, pero incapaz de ver la nada de donde viene y el infinito hacia dónde va” (Pensées § 72). En él se cruzan los cuatro infinitos: lo infinitamente pequeño, lo infinitamente grande, lo infinitamente complejo (Teilhard de Chardin) y lo infinitamente profundo.

En verdad no sabemos bien quien somos. O mejor, desconfiamos de alguna cosa en la medida en que vivimos y acumulamos experiencias. En uno somos muchos. Además de aquello que somos, existe en nosotros aquello que podemos ser: un manojo inagotable de virtualidades escondidas dentro de nosotros. Nuestro potencial es lo más seguro en nosotros. De ahí nuestra dificultad para construir una representación satisfactoria de quienes somos. Pero esto no nos exime de elaborar algunas claves de lectura que, de alguna manera, nos guíen en la búsqueda de lo que queremos y podemos ser.

En esta búsqueda el cuidado de sí mismo juega un papel decisivo. Especialmente en este momento dramático, cuando estamos expuestos a un enemigo invisible que puede matarnos o a través de nosotros causar la enfermedad o la muerte a los otros. En primer término, no es una mirada narcisista sobre el propio yo, lo cual lleva generalmente a no conocerse a sí mismo sino a identificarse con una imagen proyectada de uno mismo y, por lo tanto, alienada y alienante.

Fue el filósofo Michel Foucault quien, con su exhaustiva investigación Hermenéutica del sujeto (1984), trató de rescatar la tradición occidental del cuidado del sujeto, especialmente en los sabios de los siglos II/III, como Séneca, Marco Aurelio, Epicteto y otros. El gran lema era el famoso “gnôti seautón”: “conócete a ti mismo”. Este conocimiento no se entendía de una manera abstracta sino concreta: reconócete en lo que eres, trata de profundizar en ti mismo para descubrir tus potencialidades; trata de realizar lo que realmente eres.

Es importante afirmar en primer lugar que el ser humano es un sujeto y no una cosa. No es una sustancia constituida de una vez por todas (Foucault, Hermenéutica del sujeto, 2004), sino un nudo de relaciones siempre activo que, a través del juego de relaciones, se está construyendo continuamente. Nunca estamos listos, siempre nos estamos formando.

Todos los seres en el universo, según la nueva cosmología, tienen una cierta subjetividad porque siempre están relacionando e intercambiando información. Por eso tienen historia y un cierto nivel de conocimiento inscrito en su ADN. Este es un principio cosmológico universal. Pero el ser humano lleva a cabo su propia modalidad de este principio relacional, que es el hecho de ser un sujeto consciente y reflexivo. Sabe que sabe y sabe que no sabe y, para ser completos, no sabe que no sabe, como decía irónicamente Miguel de Unamuno.

Este nudo de relaciones se articula desde un centro, alrededor del cual organiza los sentimientos, ideas, sueños y proyecciones. Este centro es un yo, único e irrepetible. Representa, en el lenguaje del más sutil de todos los filósofos medievales, el franciscano Duns Scoto (+1203), la ultima solitudo entis, la última soledad del ser.

Esta soledad significa que el yo es insustituible e irrenunciable. Pero recordemos: debe entenderse en el contexto del nudo de relaciones dentro del proceso global de interdependencias, de modo que la soledad no sea la desconexión de los demás. Significa la singularidad y la especificidad inconfundible de cada uno. Por lo tanto, esta soledad es para la comunión, es estar solo en su identidad para poder estar con el otro diferente y ser uno-para-el-otro y con-el-otro. El yo nunca está solo.

Cuidar de sí: acogerse jovialmente

El cuidado de sí mismo implica, en primerísimo lugar, acogerse a sí mismo tal como se es, con las capacidades y las limitaciones que siempre nos acompañan. No con amargura como quien no consigue evitar o modificar su situación existencial, sino con jovialidad. Acoger la estatura, el rostro, el pelo, las piernas, pies, senos, la apariencia y modo de estar en el mundo, en resumen, acoger nuestro cuerpo.

Cuanto más nos aceptemos así como somos, menos clínicas de cirugía plástica necesitaremos. Con las características físicas que tenemos, debemos elaborar nuestra manera de ser y nuestra mise-en-scène en el mundo.

Podemos cuestionar la construcción artificial de una belleza fabricada que no está en consonancia con una belleza interior. Hay el riesgo de perder la luminosidad y sustituirla por una vacía apariencia de brillo.

Más importante es acoger los dones, las habilidades, el poder, el coeficiente de inteligencia intelectual, la capacidad emocional, el tipo de voluntad y de determinación con la que cada uno viene dotado. Y al mismo tiempo, sin resignación negativa, los límites del cuerpo, de la inteligencia, de las habilidades, de la clase social y de la historia familiar y nacional en que está insertado.

Tales realidades configuran la condición humana concreta y se presentan como desafíos a ser afrontados con equilibrio y con la determinación de explotar lo más que podamos las potencialidades positivas y saber llevar, sin amargura, las negativas.

El cuidado de sí mismo exige saber combinar las aptitudes con las motivaciones. Me explico: no basta tener aptitud para la música si no nos sentimos motivados para desarrollar esta capacidad. De la misma manera, no nos ayudan las motivaciones para ser músico si no tenemos aptitudes para eso, sea en el oído sea en el domino del instrumento. De nada sirve querer pintar como van Gogh si solamente se consigue pintar paisajes, flores y pájaros que a duras penas llegan a ser expuestos en la plaza en la feria del domingo. Desperdiciamos energías y recogemos frustraciones. La mediocridad no engrandece a nadie.

Otro componente del cuidado consigo mismo es saber y aprender a convivir con la paradoja que atraviesa nuestra existencia: tenemos impulsos hacia arriba, como la bondad, la solidaridad, la compasión y el amor. Y simultáneamente tenemos en nosotros tendencias hacia abajo, como el egoísmo, la exclusión, la antipatía e incluso al odio. En la historia reciente de nuestro país tales dimensiones contradictorias han aparecido hasta de forma virulenta, envenenando la convivencia social.

Estamos hechos con estas contradicciones, que nos vienen dadas con la existencia. Antropológicamente se dice que somos al mismo tiempo sapiens y demens, gente de inteligencia y lucidez y junto a esto, gente de rudeza y violencia. Somos la convergencia de las oposiciones.

Cuidar de sí mismo impone saber renunciar, ir contra ciertas tendencias en nosotros y hasta ponerse a prueba; pide elaborar un proyecto de vida que dé centralidad a estas dimensiones positivas y mantenga bajo control (sin reprimirlas porque son persistentes y pueden volver de forma incontrolable) las dimensiones sombrías que hacen agónica nuestra existencia, es decir, siempre en combate contra nosotros mismos.

Cuidar de sí mismo es amarse, acogerse, reconocer nuestra vulnerabilidad, saberse perdonar y desarrollar la resiliencia, que es la capacidad de pasar página y aprender de los errores y contradicciones.

Cuidar de sí mismo: preocuparse del modo de ser

Por estar expuestos a fuerzas contradictorias que conviven tensamente en nosotros, necesitamos vivir el cuidado como preocupación por nuestro propio destino. La vida puede conducirnos por caminos que pueden significar felicidad o desgracia: esas fuerzas pueden apoderarse de nosotros y podemos llenarnos de resentimientos y amarguras que nos incitan a la violencia. Tenemos que aprender a autocontrolarnos. Especialmente en estos tiempos de confinamiento social. Puede ser ocasión de desarrollar iniciativas creativas, de ejercitar la fantasía imaginativa que nos alejen de los peligros y nos abran espacio hacia una vida de decencia.

Hoy vivimos bajo la cultura del capital que continuamente nos demanda ser consumidores de bienes materiales, de entretenimientos y de otras estratagemas, más enfocados a quitarnos nuestro dinero que a satisfacer nuestros deseos más profundos. Cuidar de sí es preocuparse de no caer en esa trampa. Es dejar huella de tu pisada en la tierra, no pisar en la huella hecha por otro.

Cuidar de sí mismo como preocupación acerca del sentido de la propia vida significa: ser crítico, poner muchas cosas bajo sospecha para no permitir ser reducido a un número, a un mero consumidor, a un miembro de una masa anónima, a un eco de la voz de otro.

Cuidar de sí mismo es preocuparse del lugar de uno mismo en el mundo, en la familia, en la comunidad, en la sociedad, en el universo y en el designio de Dios. Cuidar de sí mismo es reconocer que, en la culminación de la historia, Dios te dará un nombre que es sólo tuyo, que te define y que solo Dios y tú conoceréis.

En la sociedad que nos masifica, es decisivo que cada uno pueda decir su yo, tener su propia visión de las cosas, no ser solamente un mero repetidor de lo que nos es comunicado por los muchos medios de comunicación de los que disponemos.

El cuidado implica cultivar y velar por nuestros sueños. El valor de una vida se mide por la grandeza de sus sueños y por su empeño, contra viento y marea, en realizarlos. Nada resiste a la esperanza tenaz y perseverante. La vida es siempre generosa; a quienes insisten y persisten acabará dándoles la oportunidad necesaria para concretar su sueño. Entonces irrumpe el sentimiento de realización, que es más que la felicidad momentánea y fugaz. La realización es fruto de una vida, de una perseverancia, de una lucha nunca abandonada de quien vivió la sabiduría predicada por don Quijote: no hay que aceptar las derrotas antes de dar todas las batallas. El modo de ser que resulta de este cuidado con la autorrealización es una existencia de equilibrio que genera serenidad en el ambiente y el sentimiento en los demás de sentirse bien en compañía de tal persona. La vida irradia, pues en eso reside su sentido: no en vivir simplemente porque no se muere, sino en irradiar y disfrutar de la alegría de existir.

Cuidado como precaución con nuestros actos y actitudes

El cuidado como preocupación por nosotros mismos nos abre al cuidado como precaución en estos tiempos del coronavirus. Precavernos de no exponernos a coger el virus avasallador ni de trasmitirlo a los demás. Aquí el cuidado lo es todo, particularmente ante los más vulnerables que son las personas mayores de 65 años, nuestros abuelos y parientes mayores.

Alarguemos la perspectiva. En una perspectiva ecológica, hay actitudes y actos de falta de cuidado que pueden ser gravemente destructores, como la práctica de usar intensivamente pesticidas agrícolas, deforestar una amplia región para dar paso al ganado o al agronegocio, destruir la vegetación ribereña de los ríos. Las consecuencias no van a ser inmediatas, pero a medio y largo plazo pueden ser desastrosas, como la disminución del caudal del río, la contaminación del nivel freático de las aguas, el cambio del clima y de los regímenes de lluvias y de estiaje.

Aquí se impone una cuidadosa precaución para que la salud humana de toda una colectividad no sea afectada, como está ocurriendo en este momento en todo el mundo.

Con la introducción de las nuevas tecnologías, como la biotecnología y la nanotecnología, la robótica, la inteligencia artificial, mediante las cuales se manipulan los elementos últimos de la materia y de la vida, se pueden ocasionar daños irreversibles o producir elementos tóxicos, nuevas bacterias y series de virus, como el actual, el coronavirus, que comprometan el futuro de la vida (cf. T. Goldborn, El futuro robado, LPM 1977).

Como nunca antes en la historia, el futuro de la vida y las condiciones ecológicas de nuestra subsistencia están bajo nuestra responsabilidad. Esta responsabilidad no puede ni debe ser delegada a empresas con sus científicos en sus laboratorios para que decidan sobre el futuro de todos sin consultar con la sociedad. Aquí prevalece la ciudadanía planetaria. Cada ciudadano es convocado a informarse, a seguir y a decidir colectivamente qué caminos nuevos y más prometedores deben abrirse para la humanidad y para el resto de la comunidad de vida y no solo para el mercado y las empresas.

Nuestras relaciones merecen también especial precaución-cuidado. Deben ser siempre abiertas y constructoras de puentes. Tal propósito implica superar las extrañezas y los prejuicios. Aquí es importante ser vigilantes y trabar una fuerte lucha contra nosotros mismos y los hábitos culturales establecidos. Albert Einstein, sabedor de las dificultades inherentes a este esfuerzo, consideraba no sin razón, que es más fácil desintegrar un átomo que remover un prejuicio de la cabeza de una persona.

Cada vez que encontramos a alguien, estamos ante una manifestación nueva, ofrecida por el universo o por Dios, un mensaje que solamente esa persona puede pronunciar y que puede significar una luz en nuestro camino.

Pasamos una única vez por este planeta. Si puedo hacer algún bien a otra persona, no debo postergarlo ni descuidarlo, pues difícilmente la encontraré otra vez en el mismo camino. Esto vale como disposición de fondo de nuestro proyecto de vida.

Es importante que nos preocupemos de nuestro lenguaje. Somos los únicos seres capaces de hablar. Mediante el habla, como nos enseñaron Maturana y Wittgenstein, organizamos nuestras experiencias, ponemos orden en las cosas, y creamos la arquitectura de los saberes. Bien cantan los miembros de las Comunidades Eclesiales de Base de Brasil: La palabra no fue hecha para dividir a nadie/la palabra es un puente por donde va y viene el amor.

Por la palabra construimos o destruimos, consolamos o desolamos, creamos sentidos de vida o de muerte. Las palabras antes de definir un objeto o dirigirse a alguien, nos definen a nosotros mismo. Dicen quienes somos y revelan en qué mundo habitamos.

Cuidado de nuestra relación principal: la amistad y el amor

Hay un cuidado especial que debemos cultivar sobre dos realidades fundamentales en nuestra vida: la amistad y el amor. Mucho se ha escrito sobre ellas. Aquí nos restringiremos a lo mínimo. La amistad es esa relación que nace de una afinidad desconocida, de una simpatía totalmente inexplicable, de una proximidad afectuosa hacia otra persona. Entre los amigos se crea algo así como una comunidad de destino. La amistad vive del desinterés, de la confianza y de la lealtad. La amistad tiene raíces tan profundas que, aunque pasen muchos años, cuando los amigos y amigas vuelven a encontrarse se anulan los tiempos y se reanudan los lazos y hasta el recuerdo de la última conversación mantenida.

Cuidar de las amistades es preocuparse de la vida, penas y alegrías de la amiga o del amigo. Es ofrecerle un hombro cuando la vulnerabilidad le visita y el desconsuelo le roba sus estrellas guía. En el sufrimiento y en el fracaso existencial, profesional o amoroso es donde se comprueban los verdaderos amigos o amigas. Son como una torre fortísima que defiende el castillo de nuestras vidas peregrinas.

La relación más profunda y la que trae las más importantes realizaciones de felicidad o las más dolorosas frustraciones es la experiencia del amor. Nada es más precioso y apreciado que el amor. Nace del encuentro entre dos personas que un día cruzaron sus miradas, sintieron una atracción mutua y respondieron sus corazones. Resolvieron fundir sus vidas, unir sus destinos, compartir las fragilidades y los quereres de la vida.

Todos estos valores, por ser los más preciosos, son los más frágiles porque son los más expuestos a las contradicciones de la existencia humana. Cada cual es portador de luz y de sombras, de historias familiares y personales diferentes, cuyas raíces alcanzan arquetipos ancestrales, marcados ellos también por experiencias felices o trágicas que dejaron marca en la memoria genética de cada uno.

El amor es un ars combinatoria de todos estos factores, hecho con sutileza, que demanda capacidad de comprensión, de renuncia, de paciencia y de perdón, y al mismo tiempo de disfrute común del encuentro amoroso, de la intimidad sexual, de la entrega confiada de uno al otro, experiencia que sirve de base para entender la naturaleza de Dios, pues Él es amor incondicional y esencial.

Cuanto más capaz de una entrega total se es, mayor y más fuerte es el amor. Tal entrega supone un coraje extremo, una experiencia de muerte pues no se retiene nada y uno se zambulle totalmente en el otro.

El hombre posee especial dificultad para este gesto extremo, tal vez por la herencia del machismo, patriarcalismo y racionalismo de siglos que carga dentro de sí y que limita su capacidad para esta confianza extrema.

La mujer es más radical: va hasta el extremo de la entrega en el amor, sin resto y sin reservas. Por eso su amor es más pleno y realizador, y, cuando se frustra, la vida revela contornos de tragedia y de un vacío existencial abismal.

El mayor secreto para cuidar del amor reside en esto: cultivar sencillamente la ternura, La ternura vive de gentileza, de pequeños gestos que revelan el cariño, de signos pequeños, como recoger una concha en la playa y llevarla a la persona amada y decirle que en aquel momento la recordó con mucho cariño.

Tales «banalidades» tienen un peso mayor que la más preciosa joya. Así como una estrella no brilla sin una atmósfera a su alrededor, de la misma manera el amor no vive y sobrevive sin un aura de afecto, de ternura y de cuidado.

El cuidado es un arte. Como pertenece a la esencia de lo humano, siempre está disponible. Y como todo lo que vive necesita sustento, también él necesita ser alimentado. El cuidado se alimenta de una preocupación vigilante por su futuro y por el del otro.

Eso a veces se hace reservando momentos de reflexión sobre sí mismo, haciendo silencio a su alrededor, concentrándose en alguna lectura que alimente el espíritu y, no en último lugar, entregándose a la meditación y a la apertura a Aquel mayor que tiene el sentido de nuestras vidas y conoce todos nuestros secretos.

Conclusión: el cuidado es todo

El cuidado es todo, pues sin él, ninguno de nosotros existiría. Quien cuida ama, quien ama cuida. Cuidémonos los unos a los otros, particularmente en estos momentos dramáticos de nuestras vidas, pues ellas corren peligro y pueden afectar el futuro de la vida y de la humanidad sobre este pequeño planeta que es la única Casa Común que tenemos.