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Opinión | Amy Goodman y Denis Moynihan:

Esta semana se cumplieron 50 años de la primer manifestación por el Día de la Tierra y la humanidad celebró este hito en el contexto de un confinamiento mundial, mientras la furia de la naturaleza se abre paso a través de una de las partículas de vida más pequeñas que se conocen, el nuevo coronavirus.

Muchos argumentan que los virus no están vivos ya que dependen de los organismos huéspedes para replicarse. Vivo o muerto, el virus SARS-CoV-2 nos está llevando inexorablemente a una “nueva normalidad” y nos obliga a adaptarnos a su amenazadora presencia, al menos hasta que haya tratamientos y vacunas disponibles. Sin embargo, hay miles de coronavirus; derrotamos a uno, pero otro que se traspase de un murciélago o pájaro a los humanos puede atacarnos con la misma facilidad. A medida que penetramos en hábitats de otras especies, diezmando bosques y otras tierras silvestres, aumenta la transmisión zoonótica; esto es, la transmisión de un virus de un animal a un humano. La creciente catástrofe climática vaticina eventos meteorológicos extremos implacables, más graves y frecuentes. Esta “nueva normalidad” exige que tengamos que realinear radicalmente nuestra relación con la naturaleza, y que lo hagamos ahora. Esperar cincuenta años más no es una opción.

La reconstrucción va a requerir la contención de la pandemia de Covid-19. La solidaridad global será esencial. “Quédate en casa, salva una vida”, es la receta. Pero quedarse en casa es un privilegio. La práctica de distanciamiento social que puede salvar vidas está fuera del alcance de cientos de millones de personas.

Este es el caso de India, por ejemplo: el segundo país más poblado del mundo. Recientemente, Arundhati Roy, reconocida escritora e intelectual disidente, expresó en una entrevista para Democracy Now!: “Millones de trabajadores y trabajadores migrantes están confinados, lo que se supone que refuerza el distanciamiento social, pero solo logra la compresión física. La gente está hacinada. Las personas están separadas de sus familias. En muchos lugares, no tienen comida. Ni siquiera tienen acceso al dinero. Han vendido sus teléfonos. Te da la sensación de estar sentado sobre algún tipo de sustancia explosiva”.

Los pasos clave hacia la contención son los testeos, el rastreo y el aislamiento. Se deben desarrollar kits de detección rápida, que deben producirse en masa, distribuirse globalmente y administrarse sin costo a todas las personas. Quienes puedan haber estado expuestos al virus deben ser rastreados, respetando estrictos estándares de privacidad y derechos humanos. Finalmente, se deben brindar opciones de aislamiento humano y seguro para las personas infectadas, hasta que estén recuperadas como para volver a su comunidad.

El mejor ejemplo para ver las consecuencias de hacer mal las cosas es el gobierno del presidente Donald Trump. Al principio, Trump negó la pandemia, luego la calificó de “engaño”, después distribuyó los kits de detección de forma inexcusablemente lenta, lo que obligó a las jurisdicciones federales, estatales y municipales a competir por las pruebas de detección y el equipamiento médico. Mientras tanto, se dedicaba a reivindicar la supremacía estadounidense durante sus pandémicas conferencias de prensa, plagadas de propaganda y ataques a periodistas. Se llama a sí mismo un “presidente en tiempos de guerra”, pero no les brindó a los proveedores de atención médica el equipo necesario para luchar. Sus retrasos y mentiras han causado la muerte de miles y miles de personas.

En todo el país se desatan brotes: en plantas de envasado de carne, donde los trabajadores no tienen más remedio que presentarse para trabajar en condiciones peligrosas y potencialmente letales, así como en las cárceles y centros de detención de inmigrantes, donde a las personas retenidas se les niega la libertad anticipada, o incluso un acceso adecuado a agua y jabón, a equipos de protección y distanciamiento seguro de los demás.

En el hemisferio sur, la pandemia y el desajuste climático son un arma de doble filo. Kumi Naidoo, que ha dirigido las organizaciones Amnistía Internacional y Greenpeace, dijo en una entrevista para Democracy Now!: “Para mucha gente en África, ahora mismo, la opción es prácticamente entre la pandemia de salud y la pandemia de hambre. Y como mucha gente está diciendo: ‘Si no nos mata la Covid-19, nos matará el hambre’. Los humanos debemos analizar con detenimiento si, después del coronavirus, queremos reconstruir exactamente lo que teníamos o queremos construir un mundo más equitativo, más justo y más sostenible”.

Arundhati Roy se hizo eco de esos sentimientos en un ensayo reciente, donde escribió: “Históricamente, las pandemias han forzado a la humanidad a romper con el pasado e imaginar un mundo nuevo. Esta no es diferente. Es un portal, una puerta de enlace entre un mundo y el siguiente”.

Donald Trump ha comprometido dinero de los contribuyentes estadounidenses para apuntalar las quebradas industrias de combustibles fósiles como el carbón y el petróleo. En respuesta, la periodista y ensayista Naomi Klein tuiteó: “Los demócratas tienen que contraatacar con un plan radical para cubrir la totalidad de los salarios de los trabajadores de la industria de los combustibles fósiles mientras se capacitan para una economía limpia. Es hora de acabar con esta industria abusiva que siempre ha dependido de enormes subsidios públicos”.

En el primer Día de la Tierra, en 1970, más de 20 millones de personas en Estados Unidos —el 10% de la población del país en ese entonces— se manifestaron para exigir el fin de la contaminación, el desarrollo de una economía ecológicamente sostenible y por un futuro más verde.

El principal promotor del Día de la Tierra, el entonces senador de Wisconsin Gaylord Nelson, declaró ese día: “Nuestro objetivo no es solo un ambiente de aire y agua limpios y belleza escénica, y olvidarnos de los peores ambientes en Estados Unidos: los guetos, los Apalaches y otros lugares. Nuestro objetivo es un ambiente de decencia, calidad y respeto mutuo para todos los demás seres humanos y todas las demás criaturas vivientes, un ambiente sin fealdad, sin guetos, sin pobreza, sin discriminación, sin hambre y sin guerra”.

 

Cincuenta años después, cuando el clima del planeta se encuentra al borde del precipicio a causa de la actividad humana, la cantidad de personas que exige un cambio es mucho mayor, la organización es global, pero el tiempo es corto.