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Opinión | Miguel Ángel Cid Cid/Consultor Internacional

El pasado martes 13 abordé un autobús interurbano en Santo Domingo para regresar a Santiago. El día amaneció nuboso, pero fue disipándose a medida que corrían las horas. Los vientos alisios se diría que no soplaban, sino que acariciaban el paisaje. Pero antes de llegar a Piedra Blanca pensé, me sorprendí, me asusté, y dije en voz alta:

–Éste chofer va muy rápido--. Pero nadie dijo nada, a pesar de que era verdad que el autobús venía brisia’o. 

Entonces el autobús se detuvo en La Vega. Allí bajaron unos cuantos pasajeros. En aquel momento un compañero de viaje al ver su reloj exclamó:

--¡Dianche! pero es verdad que el chofer maneja rápido--. Otro comentó:

--¡Corre más que una voladora! 

Cuando el viajero dijo “corre más que una voladora”, una joven mujer que viajaba con su novio le preguntó al novio:

--¿Mi amor, qué es una voladora? 

El novio le respondió limitándose a explicarle que aquello de “voladora” era una guagua destartalada, en las cuales se viajaba antes a la Capital.

Yo quedé pensando: “Ésta chica al principio confundió a una voladora con una chapiadora”. No entiendo una confusión así, si lo único que tienen en común es que son rápidas.

Yo no soy, que se diga, un hombre supersticioso. Pero recordando que era martes 13 consideré que, quedarme callado, sería un innecesario desafío a la mala suerte. Sobre todo, ese marte, cuando la oposición del planeta Marte, estaba más cerca y era más visible. Por ello y en suma, decidí explicarle a esa pareja de tórtolos mi versión sobre las célebres voladoras.

--Disculpen jóvenes--, en tono confesional les dije. Y luego proseguí con mi cátedra magistral sin que ellos respondieran. Viajar de Santiago a Santo Domingo --todavía en los inicios de la década de los 90’s del siglo pasado--, era una verdadera aventura. 

Los chicos quedaron atrapados bajo la conjura de esas primeras palabras de entrada:

--¡Ay qué chulo! Díganos algo más--, dijo la jovencita.

Entonces continúe dejándome llevar por la libre asociación de ideas. Los recuerdos de pronto se me agolpaban a borbotones en la memoria. Había un grupo de imágenes que se peleaban por salir primero y yo sólo tenía que abrir la boca para que salieran una a una. 

La peripecia comenzaba, dije, con la carretera, ya para entonces se llamaba Autopista Duarte. Un nombre demasiado pretencioso, en ese entonces, para dicha vía. Ni pensar en lo que es ahora. Lo de autopista parecía una ironía, una picardía ingenieril, porque más bien aquello era un camino vecinal o Real. Con decirles que la carretera medía siete metros de ancho, divididos en 2 carriles. Uno para ir y el otro para venir. La vía carecía de señalización y, para colmo, estaba llena de hoyos. 

Pero volvamos a la voladora.

Este trayecto que hoy estamos recorriendo, en este vehículo “viejo”, antes se hacía en una suerte de autobús que --nosotros llamamos guagua--, se ganaron el epíteto de voladoras. Si ustedes vieran una voladora hoy día creerían que, en vez de transportar personas, era un artefacto para llevar las almas condenadas al infierno de Dante. 

Las guaguas voladoras venían diseñadas para transportar 15 pasajeros, pero le metían hasta 40. En la mayoría de los casos los asientos acolchados se quedaron en el hierro, por el uso intenso. Y entonces solían ponerle una tabla como cojín. La mitad de los cristales de las ventanas eran de cartón piedra, los cuales terminaban torcidos a los pocos días de instalados, debido al ablandamiento producido por la humedad relativa del aire.

Muy poca gente puede afirmar con precisión que las voladoras tenían puertas. Y si alguna las tenía, era seguro que no cerraban. Ese era precisamente lugar del piche de la guagua. Sííí. Ahí en la puerta siempre abierta de la guagua iba el piche, quien también era el cobrador. Ahí iba, colgando, entre adentro y afuera, vociferando su pregón: ¡Capital! ¡La Vega!, ¡Bonao!, ¡Villa Altagracia!, Capital…, repetía. 

Eso de comprar un boleto y abordar un confortable autobús en viaje directo a la Capital, era un lujo. Un lujo que sólo lo podían pagar la clase media y hacia arriba, en la escala social. 

Las cosas andaban así. Usted abordaba la guagua voladora, sin comprar boleto ni hacer fila. El pago quedaba para medio camino, un poco antes de detenerse en un parador. 

En el parador la voladora se paraba. Allí venden todo tipo de frituras y lo que pasaba en esa voladora en el resto del camino no es para contarse. En el parador el chofer y el cobrador recibían su comisión en especies, por hacer una parada, precisamente, en ese parador. Una funda llena de orejas, enchufes, arandelas, tripitas, etc.

A las 6:18 minutos de la tarde estábamos arribando a la terminal de AETRABUS, en Las Carreras, Santiago. El viaje duró 1 hora y 38 minutos. Los 25 minutos desde La Vega no me alcanzaron para hablarles del palo de la cotorra y la cocina de la voladora. Dos lugares emblemáticos de una voladora que se respete.

Me desmonté del autobús y mientras avanzaba a subirme en un taxi reflexioné: 

--¿Será verdad que “cualquier tiempo pasado fue peor”?