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Opinión | César Pérez

En la esfera de lo político es donde más miedo se tiene a lo nuevo. Aunque parece una paradoja, existe una diferencia entre el miedo a la innovación y la fascinación por lo nuevo.

Lo primero está generalmente referido a esa instintiva reacción de rechazo a cambiar la costumbre de hacer las cosas, a nuevas prácticas o tecnologías, lo segundo nos remite a ese embrujo que produce la aceptación, finalmente, de la propuesta de lo nuevo, a esa suerte de encantamiento de “estar en la moda”, usar o tener todo lo que tienen los otros y ser como todo el mundo.

Esto es en el ámbito de lo social, en lo político, sin embargo, las cosas son diferentes porque los cambios son mucho más lentos, más condicionados y tutelados por los principales actores y sujetos del sistema, cuya tendencia es hacia el enroscamiento en el pasado, en su vieja cultura.

En efecto, es en la esfera de lo político donde más miedo se tiene a lo nuevo porque a sus principales actores les resulta en extremo difícil producir ideas que los sintonice con lo nuevo o que los ayude a procesar los cambios que se producen en lo social que modifican prácticas y cultura para ser más eficaces y eficientes en la gestión de lo público en sentido general o sus propias organizaciones en lo particular.

Pero, el enroscamiento en la concha del pasado, a veces en ideología/valores, les impide ver los cambios que origina el presente convirtiéndose en infranqueables valladares para que fluyan respuestas adecuadas a las demandas de diversos derechos ciudadanos en la sociedad moderna.

Y no solo eso, provoca una fractura entre política y sociedad con múltiples consecuencias. Entre otras, induce a varios grupos sociales a la propensión hacia una actitud de absurdo desprecio a todo lo que se considera representante de lo viejo, sea esto partido, política o Gobierno, un comportamiento que generalmente constituye un conservadurismo excluyente, del cual no escapan administraciones de impronta conservadora o de cambios, sean estos moderados o radicales, como está sucediendo en casi todo el mundo desde hace décadas.

En el caso de la mayoría de izquierda o social demócrata, el problema es que asumen el poder luego de procesos electorales en los que hacen una serie de ofertas de cambios que no se correspondan con los medios para alcanzarlos.

No se ponen los debidos límites a las ofertas, cosa necesaria pero que implica dilemas éticos/morales de difícil solución política.

En definitiva, carecemos de la claridad de ideas para evitar o enfrentar la circunstancia arriba esbozada.

Simplemente no las hemos elaborado y es tiempo de que se aprenda la trágica lección de que se avanza un paso y se retroceden dos, como indican los últimos torneos electorales en Sudamérica y la recurrente caída de gobiernos centrales y/o locales en Europa.

La izquierda debe resolver el problema de que a pesar de que existe ya no se expresa como bloque social, y sin una fuerza social y plural no hay mayoría de ese o cualquier signo que enfrente con éxitos la complejidad del mundo actual.

En lo que respecta a las fuerzas conservadoras, no les interesa cambio alguno, capean un temporal ya estructural ¿hasta cuándo? no se sabe.

Vivimos un mundo de extrema difusión de las ideas, pero su banalización en las redes sociales y el desprecio que hacia ellas tienen sectores de todo signo determina su ineficacia para la desarrollar cualquier proceso verdaderamente democrático. Algo insostenible.