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Opinión | Miguel Ángel Cid Cid/Consultor Internacional

Hubo una vez que Haití era una tierra rica. Tan rica que su producción abastecía a Europa. Pero la riqueza no era de los haitianos. Los dueños de la producción fueron los colonizadores franceses, quienes tenían a Haití como su propiedad.

Al momento en que los esclavos haitianos proclamaron la primera república negra de América, Francia les cobró con creces tamaña osadía.

De modo que la nación recién creada se vio obligada a pagar una deuda que no contrajo. Los intereses eran tan lucrativos que rallaban en la avaricia. Es probable que de ahí venga la pobreza extrema de los haitianos. Igual de probables es que la usura y la consecuente pobreza sean las responsables de la ingobernabilidad perpetua que vive el vecino país.

La citada gobernabilidad entró en un proceso de deterioro progresivo poco antes del derrocamiento de Jean-Claude Duvalier. Las tenciones, desde entonces, han tenido sus altas y bajas. Ahora con el magnicidio de Jovenel Moïse se encuentra en uno de sus puntos más alto.

Al ser Haití un país empobrecido adrede, le es imposible iniciar el proceso de organización que los conduzca a un desarrollo aceptable. Y para colmo, ningún otro país los quiere en su territorio. Nadie quiere trabajadores que además de pobres, son capaces de revelarse y vencer a los ricos.

República Dominicana y Haití son parte de una misma isla. Ambas naciones solo las separa un río, una lengua, una religión y la pobreza.

Las autoridades y los ciudadanos de las dos naciones vecinas deberían dejar a un lado las diferencias que las separa. Rechazar a los haitianos solo por ser diferentes o por la condición de pobres, es una negación a las buenas costumbres de los dominicanos. Los dominicanos se han caracterizados por ser solidarios con los más débiles. 

¿Por qué ahora nos negamos a poner en práctica el principio de la solidaridad?

Es indiscutible que la mayoría de los nacionales haitianos que cruzan la frontera rumbo a nuestro país, lo hacen de manera ilegal. Esa realidad remite a creer que la condición de migrantes ilegales les impide reclamar cualquier derecho. 

Las autoridades migratorias dominicanas, por su parte, deberían recordar que, a los seres humanos les son dados derechos que son universales. Es decir, derechos que les corresponden sin importar las fronteras y la condición legal. 

Pero ese flujo de migrantes haitianos ilegales no es un fenómeno fortuito. Salta a la vista la labor patriótica de los poderes fácticos que guisan con grasa traficando haitianos. Una mafia con raíces en los gobiernos de los dos países se sirve con la cuchara grande. Los jefes de esas mafias tienen nombres y apellidos sonoros, las autoridades de Haití y las dominicanas los conocen.

Por otro lado, el país está en su derecho de hacer cumplir las leyes que regulan la migración. Ahora, las autoridades dominicanas deberían tener presente que una vez aquí, los migrantes deben recibir un trato humano.

Es inaceptable, injusto, que les nieguen los servicios básicos de salud pública a una mujer que está a punto de parir. Es imperdonable esperar que la mujer embarazada alumbre su hijo para luego repatriarlos a los dos. Es decir, al recién nacido junto a la madre. Una decisión que rompe el alma.

El país tiene derecho a repatriar los extranjeros ilegales. Pero las calamidades que sufre el vecino país requieren de sensibilidad humana por parte de los dominicanos.

A los haitianos ahora nadie los quiere. Pero vendría bien recordar que ha mediado del siglo XIX la calamidad estaba de este lado de la isla.