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Opinión | Telésforo Isaac / obispo Iglesia Episcopal Dominicana

El horizonte es la percepción visual que, al mirar desde un lugar distante, vemos donde se unen en una línea el cielo y la tierra. Jesús es el horizonte espiritual, la real manifestación del Creador en el mundo; la conexión del cielo y la tierra, ya que “Cristo es la imagen visible de Dios que es invisible” (Colosenses 1:12). 

La línea del horizonte puede ser vista y concebida como una realidad que podemos ver, pero jamás alcanzar; sin embargo, Jesucristo, el horizonte espiritual de la humanidad, está siempre con los que creen en Él, mantienen la fe viva, y la determinación de consagrar la vida a Él en espíritu y verdad.

Los cristianos decimos que Jesucristo es, en verdad, nuestro horizonte espiritual; pues, en Él, Dios se humanizó en la Encarnación. Hay encuentro entre la Divina Inmortalidad y la humanidad mortal.

El Verbo Encarnado es el horizonte espiritual porque lo celestial se une a lo terrenal. Dios es enraizado en lo humano que potencializa con su presencia real, y lo celestial es fecundado en lo terrenal. La dinámica de la bondad y el amor se infunde en la debilidad para crear el “Nuevo Adán”; Jesucristo es el “Nuevo Adán”, y así propició la reivindicación, la redención y salvación, de los seres creados en principio, a imagen y semejanza del Creador; para así, devolverlos a su primigenia condición en el génesis de la existencia.

La línea convergente que vemos a distancia en donde se unen virtualmente el cielo y la tierra, se hizo realidad como horizonte deiforme en la concepción de la joven María de Nazaret, cuando el ángel Gabriel le anunció: “Ahora vas a quedar encinta, tendrás un hijo… y será un hombre, al que llamarán Hijo de Dios”. (San Lucas l: 31). Es así como se constituyó la interrelación de lo divino y lo mortal, entre Dios y el ser humano, entre el cielo y la tierra; y lo que concebimos como el horizonte espiritual: Jesucristo el Salvador.