Contáctenos Quiénes somos
Opinión | Riamny María Méndez Féliz

Mi abuela materna murió. Las raíces que me conectan con ella son fuertes, complejas, imperfectas, desordenadas y llenas de amor. Doña Santa Silvestre es amor, alegría y libertad en estado puro. 

Su particular energía y gusto por la vida inundaban/inundan los espacios, junto con un poco de excentricidad.  Quizás lo excéntrico es otra forma de autonomía. ¿Por qué tenemos que encajar con aquello que nos disgusta o no nos hace felices? Mejor ser como doña Santa: vestirse con colores vivos a cualquier edad, bailar y hacer chistes o lo que nos dé la gana. ¿Qué importa si tienes 20 años o más de 90 como mi abuela? Lo importante es construir un espacio feliz con los demás.

Durante unos años, mientras mis hermanos y yo éramos niños, vivió con nosotros, ayudó en nuestra crianza y nos enseñó sobre convivencia, buena vecindad y alegría. Luego, cuando ya no necesitábamos de tantos cuidados, quiso regresar a su pueblo, a su casa.

Fue una rebelde para su época. No creía en la sumisión al marido ni a nadie, mucho menos en aguantar malos tratos. Recuerdo este momento: una pareja de vecinos discutía y el hombre alzaba la voz de forma intimidante. Mi abuela habló de lo lindo que era tener un buen marido y luego agregó, “pero los que no pueden vivir juntos, se dejan”. Creo que yo tendría nueve o diez años. No olvidar esa conversación me ayudó a normalizar la idea de que las relaciones humanas, de pareja o no, deben darse desde la libertad y el respeto, y está bien que terminen si nos hacen infelices.

Como muchas mujeres de su tiempo, a veces no tenía más remedio que aceptar lo establecido, aunque siempre encontró la forma de retomar su libertad, libertad que trató de mantener hasta el final. En sus últimos meses de vida estuvo en casa de mi mamá y siempre dijo que en cuanto se sanara iría de nuevo a su pueblo, con sus vecinos y amigos de toda la vida.

Supo combinar autonomía y sentido de comunidad. Se distinguió por su solidaridad, y amor a la familia, a sus vecinos y vecinas, a sus compañeros de las iglesias. Doña Santa no creía que la verdad estuviera en un solo lugar: iba a misas y era devota de la virgen, como buena católica; y también asistía tranquilamente a reuniones de otros grupos cristianos, y leía su literatura. Dudaba de todo lo que le decían en los templos. Tenía su propia fe, y de algún modo me transmitió la idea de que la verdad y la razón no eran exclusivas de nuestro grupo. Había trocitos de verdad en muchas partes, en muchos libros distintos.

Al final del camino, cuando la salud empezó a flaquear, tuvo de vuelta el amor, los cuidados y la solidaridad que entregó. Una de sus vecinas la cuidaba mientras no estábamos.  Siempre estaremos agradecidos doña Diana.

En los últimos meses, en casa de mi mamá, tuvo el amor de nuestras vecinas mayores y jóvenes. Cuando murió, las amigas y vecinas de mami se ocuparon de preparar la casa, hacer comida y dar todo tipo de apoyo mientras el resto de la familia, incluyéndome, llegaba desde distintos puntos del país. 

¿Qué hubiera sido de nosotras sin el apoyo de nuestras parientes, amigas y vecinas? Entre todas nos contenemos y nos cuidamos desde nuestro amor, imperfecciones, necesidades, carencias, solidaridad…es decir, entre todas, e incluyendo a todos, formamos comunidad, una comunidad libre, horizontal y sin tutela. Cada una aporta los cuidados que puede. Un espacio que trasciende distancias y que debemos cuidar a toda costa en nuestros propios términos.

Y estos cuidados a veces son tan tiernos como las canquiñas que me dio doña Hilda mientras caminaba para tomar el autobús y regresar a Santo Domingo. Me aseguró que iría a ver a mi mamá tan pronto como pudiera.

Gracias, de todo corazón a las mujeres que en estos momentos tan duros nos demostraron que son parte de nuestra familia extendida por libre elección. Gracias Karina, Lilita, las Hildas, Tatá, Clara y a la vecina nueva que barrió el frente de nuestra casa y fue a asegurarse de que estábamos bien. Gracias a todas (sé que muchas otras nos dieron su amor, su tiempo y sus cuidados sin que lo notáramos) por estar cuando más las necesitábamos de forma tan incondicional. 

Nunca escuchen cuando les digan que “el peor enemigo de una mujer es otra mujer”. Ustedes han sido más que amigas, han sido familia y hermanas y por siempre así las llevaré en mi corazón.

Como en cualquier grupo de seres humanos, las familias, las vecinas, las amigas pueden tener conflictos, pero no es la norma que nos tratemos con hostilidad. Por el contrario, la norma es la solidaridad y quiero pensar que la norma también puede ser el amor libre, incondicional y acogedor de mi abuela. Siempre me recibió en su casa con una sonrisa, no importaba si teníamos mucho o poco tiempo sin vernos, lo importante era ese instante en el que estábamos juntas.