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Opinión | Por Gisell Rubiera Vargas, M.A.

Recientemente, el medio de origen alemán, DW informaba sobre la alerta externada por organismos internacionales, referente al retroceso que están suscitando los derechos de las mujeres en todo el mundo.

Como hechos concretos, citan los casos de Estados Unidos que ha revocado el derecho al aborto, la degradación de los derechos de las mujeres durante el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil, las restricciones para estudiar y trabajar en Afganistán y los problemas para acceder a la anticoncepción en Polonia.

Acciones como estas evidencian el impacto que genera en el desenvolvimiento, crecimiento y empoderamiento de la mujer, el hecho de que, en el mundo, haya más hombres que mujeres ostentando posiciones de poder u ocupando los espacios de toma de decisiones en aspectos tan vitales como la salud reproductiva, la educación, el acceso a empleos de calidad debidamente reivindicados y su participación en la vida política.

Siendo esta la realidad local, regional y mundial, es imposible que se puedan diseñar políticas igualitarias, inclusivas y que respeten los derechos de las mujeres a estar debidamente representadas y sus necesidades reales tomadas en cuenta para la elaboración de leyes y reglamentos, cuyos propósitos deben estar orientados a generar bienestar a la mayoría.

Estudios publicados a finales del año 2022 por la CEPAL, indican que a nivel general, los países latinoamericanos han avanzado con relación al aumentado en promedio al 41 % de la cantidad de mujeres que ocupan posiciones laborales, sin embargo, no basta con tener una participación igualitaria a nivel general, si las mujeres no pueden influir realmente en la toma de decisiones políticas y esto es debido a que las posiciones que actualmente en su mayoría ocupan las mujeres, corresponden a cargos de baja jerarquía desde las cuales están limitadas a recibir órdenes, sus propuestas son ignoradas, colocadas en el cajón del olvido o son objetos de burla.

Estas acciones forman parte del predominio de la cultura que invisibiliza la mujer y cuestiona sus capacidades para asumir roles que impliquen gran responsabilidad o toma de decisiones de envergadura.

Existe evidencia empírica que indica una correlación positiva entre un mayor número de mujeres en puestos de decisión públicos y un mayor crecimiento económico, igualdad de género y un mayor gasto social en educación, salud y protección ambiental. Se observa también un impacto positivo de la presencia de mujeres en el desempeño de las organizaciones públicas y en la disminución de los niveles de corrupción.

Las diferencias de género en estilos de liderazgo también se han medido empíricamente a nivel de la opinión pública. Por ejemplo, un estudio de percepciones realizado en Estados Unidos vincula a las mujeres líderes con atributos como la integridad pública y la empatía, así como con una mayor capacidad de llegar a compromisos.

 La meta común adoptada internacionalmente en la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing, es lograr la participación política y distribución equilibrada del poder entre hombres y mujeres en la toma de decisiones. Al 2022, la mayoría de los países del mundo no había logrado el equilibrio de género, y son pocos los que han establecido o cumplido metas ambiciosas respecto de la paridad entre los sexos (50–50).

Existen pruebas firmes y cada vez más numerosas de que la presencia de mujeres líderes en los procesos de toma de decisiones políticas mejora dichos procesos. Por ejemplo, una investigación sobre los panchayats (consejos locales) de la India puso de relieve que el número de proyectos de abastecimiento de agua potable en zonas donde dichos consejos están liderados por mujeres era un 62 por ciento mayor que en el caso de aquellas cuyos consejos están liderados por hombres. En Noruega se encontró una relación de causalidad directa entre la presencia de mujeres en los consejos municipales y la cobertura de la atención infantil.

Las mujeres demuestran liderazgo político al trabajar por encima de las divisiones partidarias en grupos parlamentarios de mujeres —incluso en los escenarios políticos más agresivos— y al defender asuntos de igualdad de género como la eliminación de la violencia de género, la aplicación de licencias parentales y de servicios de cuidado infantil, cuestiones jubilatorias, leyes de igualdad de género y la reforma electoral.

A pesar de que existen muestras irrefutables de las aportaciones y cambios que genera la mujer en los entornos que ejerce liderazgo, todavía los estigmas y estereotipos de género limitan y cohíben su desarrollo y las grandes decisiones para el diseño de políticas que involucran su salud, son tomadas en su mayoría por hombres.  

Es posible que esta realidad cambie y para ello, las mujeres debemos de empoderarnos, concientizarnos y apoyarnos mutuamente. Entender que no necesitamos ser aprobadas ni validadas por los hombres, que tenemos la capacidad para asumir retos, que debemos atrevernos, lanzarnos sin miedo y sin la necesidad de sentir el compromiso de convencer a nadie, porque lo tenemos todo y porque somos suficientes.

Debemos apostar asumir puestos de mayor jerarquía y que el ámbito de acción no se limite a aquellos que cumplen con los estereotipos de género tradicionales.