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Reportajes | Minerva Isa

El niño tomó la mano del abuelo ciego para conducirlo a la casa materna en Licey al Medio, donde nació. En el trayecto, la voz queda del anciano interrumpió el silencio: -Mi hijo, ¿y qué tú vas a ser cuando seas grande?  -Voy a ser padre, respondió sin vacilar su nieto Regino, de diez años.

“Cuando papá Juan me lo preguntó, le dije que iba a ser sacerdote, ¿para qué?, para salvar las almas. Veinte años después es que vengo a descubrir los rostros de esas almas: mujeres, campesinos, jóvenes, migrantes de la frontera”, expresa el padre Regino Martínez Bretón, quien a sus 75 años de edad transita caminos de espiritualidad, conduciendo almas en un acompañamiento a religiosos y laicos dirigido a vigorizar el espíritu, a vencer la ceguera espiritual.

Antes, el sacerdote jesuita tuvo que lidiar con dolorosas contradicciones internas, dar varios pasos en las aguas turbulentas del río de la vida. Esta es su historia:

Regino tomó la azada. Las manos dedicadas a consagrar el pan y el vino arrancaban meses después su primera cosecha de maní. No había ocurrido así en su misión pastoral como párroco en Loma de Cabrera. Sentía que como la higuera estéril, no daba frutos.

¿Tiene sentido mi vida aquí como sacerdote? El acuciante cuestionamiento punzaba su conciencia en 1984, tras diez años de labor parroquial, convencido de que transfería a su grey muy pocos valores del Evangelio. Lo veían como un cura con su vida asegurada, un comunista o activista político, como también lo percibían en el ámbito eclesial ortodoxo.

Lo que trataba de vivir y comunicarle a la gente era lo que había vivido y aprendido en la Iglesia Católica desde su ingreso al seminario. No era más que lo enseñado por Jesús, pero que en la práctica se tornaba espinoso, subversivo.

Su propósito era seguir a Cristo, el que se despoja, el que se hace solidario, que sufre con los desposeídos. Buscaba una identidad cristiana más acorde con el Evangelio, una misión evangelizadora centrada en la justicia, la dignidad, el amor y la fraternidad.

En ese momento crucial, escrutaba su conciencia: ¿Voy a seguir en la Iglesia de esa manera, en mis mejores años? Tenía 40 años, hacía diez que llegó a Loma de Cabrera, municipio de la provincia de Dajabón, donde ganó una voz recia y respetada, forjada junto a los pobres y oprimidos.

Voz incesante que insiste en un desarrollo integral de los pueblos limítrofes de República Dominicana y Haití, países expulsores de mano de obra, cuyos gobiernos se quitan presión social con la emigración, sustrayendo recursos destinados a crear las condiciones que impidan a la gente tener que abandonar su familia, su país.

Voz solidaria que se une a otras voces al denunciar la corrupción en los controles fronterizos que mantienen el tráfico ilegal de haitianos. La ilegalidad que enriquece a militares y funcionarios, que no se detendrá en tanto constituya un lucrativo negocio, como históricamente ha sido, con la complicidad de autoridades en ambos Estados. Y persistirá mientras sea un recurso para abaratar costos empresariales pagando bajos salarios.

Decisión inquebrantable. No fue fácil superar las contradicciones internas que lo acosaban en 1984. Meditaba y, además, buscaba una respuesta:

“Con diez años aquí, la conclusión que saco es: o me salgo de la Iglesia a hacer un trabajo como yo quiero o trato de vivir en la Iglesia lo que he aprendido en ella. ¿Por qué tengo que salir? A mí hay que echarme, la Iglesia es tan mía como del Papa, tan mía como del obispo, no hay dueño. Voy a echar la pelea aquí adentro”.

Decidido, propone un plan al obispo, a su superior en la Compañía de Jesús y a compañeros del equipo parroquial: irse a vivir con una familia pobre en El Manguito, aldea de Loma de Cabrera, donde sus pobladores se dedicaban a la agricultura de subsistencia y quería asumir la condición de ellos.

Tras un proceso de discernimiento a nivel personal y comunitario, que se prolongó dos años, dio el salto sobre la estructura parroquial tradicional. Adoptó una actitud independiente, sin renegar de la Iglesia ni de la Compañía de Jesús, teniendo presente la gran riqueza de los valores eclesiales, sin dejar de escuchar la voz de Dios por encima de todo.

Un inolvidable 22 de enero de 1986 iba en una camioneta junto a sacerdotes y monjas, compañeros de equipo parroquial. Cuatro pasos al río los llevaron a El Manguito, en las serranías de la cordillera Septentrional. En su casita, a orillas del camino, le esperaban Juan Guzmán, el Bolo, y su esposa Mercedes, campesinos que cultivaban arroz, maní, yuca y guandules.

-Ese rincón es el suyo, ponga su cama ahí, le dijeron, señalándole una de las dos habitaciones, donde puso su colombina, la sala-almacén que atiborraban con sacos de maní y arroz.

Se quedó a vivir con ellos y como ellos, compartiendo el rudo trabajo, el magro pan, el calvario de los pobres. Física y mentalmente se transfiguró, haciéndose uno de ellos.

 

El acuerdo fue comprar él semillas y otros insumos y ellos ponían la tierra. Regino, el viejo Bolo y su hijo Lolito, la mano de obra.

“El primer día que me metí a una parcela de arroz el agua estaba caliente y me marié, tuve que irme bajo la sombra de una mata de guásuma para botar el golpe. El sacrificio más grande era al levantarme, ponerme esa ropa sucia, sudada”.

Un yugo, pero nada tan desgarrante como la dramática pobreza que vio padecer a la gente, que a la señora donde vivía impidió ir al hospital a ver a su hermano moribundo porque no tenía dinero para el pasaje, que él no le pudo dar, pues tampoco lo tenía.

No olvida la primera cosecha, la junta campesina que llevó personas de Loma de Cabrera a arrancar maní en “la parcela de Regino”.

-Ese maní se dio grandísimo y decían que se debía a que era del padre.

Lo desgranan en un bastidor de cama, sentados en el travesaño lo machacan con los pies. -Cha, cha, cha, los pies se nos ponían temblorosos. Ríe al contarlo, mas, la ruptura supuso un fuerte impacto, momentos de vacilación.

”El choque más grande fue cuando me separé de los compañeros, quedé solo y se me desgarró el corazón, ahí si me dio miedo, fue un desgarre”. No sabía qué hacer. Caminó hacia el río, permaneció horas sentado en una piedra. “Así pasé la primera tarde. Después me fui involucrando en el trabajo, visitando a la gente”.

Al verle machete en mano, se reían, murmuraban: “Los padres viven bien, ¿qué busca este aquí?” Los guardias lo vigilaban, ese cura que andaba por las montañas causó recelo, olía a guerrillero, a subversión.

A la agricultura sucedía por la noche el trabajo pastoral, se reunía con dirigentes y parejas en preparación matrimonial. En esa labor fue descubriendo valores. “Son valores requetesabidos y conocidos por todos en la Iglesia, pero que al ponerlos en práctica arrastran como un río crecido”.

Su familia seguía en Licey al Medio. Los sueños de su madre, doña Amada, de que viviera en La Vega como el padre Fantino o en Santiago como el padre Fortí, se esfumaron. Pasó diez años sin aceptar que Regino siguiera en la frontera, hasta que fue a El Manguito y compartió tres días con él en su nuevo entorno, disfrutando los baños en el río que lavaron su resistencia. Un día, cuando él fue a visitarla, le dijo:

-Mi hijo, ¡ahí es que yo quiero que tú estés!