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Columnista Invitado/a | Por Jorge Cela, sj

 1. Dicen que no se valora lo que se tiene hasta que se pierde. Y ese es nuestro mayor peligro presente: desde las estrecheces del confinamiento añorar los tiempos perdidos, como si no fueran en gran medida responsables de la crisis.

Tenemos el riesgo de vivir el síndrome del éxodo, añorando los ajos y cebollas de Egipto cuando tenemos la oportunidad de caminar hacia la libertad. No miremos atrás con nostalgia de lo perdido. Tendremos el peligro de incapacitarnos para avanzar hacia la novedad que nos salva, como la mujer de Lot. Soñemos con el futuro diferente. Es el tiempo de nuestra oportunidad. No busquemos recuperar el pasado. Aprovechemos para dar el salto hacia adelante.

2. Vivimos en un mundo dividido: entre hombres y mujeres, izquierda y derecha, creyentes y ateos, blancos y negros, ricos y pobres, nacionales y extranjeros, … Tenemos fronteras para separarnos del otro, que es peligroso. Pensábamos que la manera de protegernos era levantar muros y verjas, cerrar puertas a los que no fueran de los nuestros. Cuando se deterioró la educación porque no quisimos pagar el costo de su universalidad, creamos colegios privados. Cuando los hospitales no pudieron mantener la calidad al aumentar sus servicios, creamos clínicas privadas para garantizar nuestra salud. Crear instituciones privadas para protegernos de los otros. Cuando la policía se corrompió, creamos guardas privados para proteger nuestra vidas y propiedades y cerramos nuestros vecindarios. Cuando los migrantes nos invadieron en busca de vida, levantamos muros para excluirlos ded nuestro bienestar. Pero no pudimos evitar vivir en un mundo sin educación que nos arropó; ni pudimos escapar de habitar ciudades violentas; ni escondernos de la muerte; ni producir sin el trabajo de los migrantes; ni defendernos de un virus que atravesaba puertas, clases y nacionalidades.

Somos parte de una humanidad que no puede encerrarse en burbujas asépticas. Los botes salvavidas no llegan a puerto. O nos salvamos todos o nos hundimos todos. El deterioro ecológico nos lo está advirtiendo, pero demasiado progresivamente como para que le hagamos caso. Ha tenido que venir una pandemia de extrema agresividad para que descubramos que si el mundo se para, todos padecemos. Y el mundo sólo funciona si todos nos involucramos. Jugábamos a hacer huelgas de unos días, pero las levantábamos porque todos sufrían, y algunos tenían menos para resistir. Pero ahora no podemos decidir hasta cuándo. El virus nos ha hecho sentir nuestra interdependencia no reconocida ni pagada. Si todos no cooperan no hay forma de detener el virus. ¿Cómo expresar esta interdependencia en nuestras formas de organizar el trabajo, el poder, nuestras relaciones, la economía, los servicios públicos, el reparto de la riqueza producida?

3. Añoramos una unidad que no borre nuestras identidades, que no se convierta en uniformidad, que respete la diversidad de nuestras identidades. Las tecnologías vinieron a conectarnos. Nos enseñaron a aprender por colaboración, a trabajar en redes que nos conectaban en nuestra diversidad. Descubrimos que lo importante no es acumular conocimientos, dinero, poder, sino conectarnos bien. Pero nosotros seguimos siendo consumidores individuales, obsesionados por el consumo, tratando de ganar por acumulación y no por conexión. Para tener más, evitamos compartir. Menos impuestos para tener cuentas bancarias mayores.

Ahora un virus nos separa de nuevo. Nos aísla. Nos incomunica. Las palabras que nos unen las oculta en la mascarilla. Nos prohíbe el abrazo y esteriliza nuestros contactos. Nos hace sentir la orfandad de nuestra soledad encerrada, aunque la jaula sea de oro.

Y nos devela que nadie se salva solo, que si todos no nos protegemos nadie estará seguro, por más muros que levante o puertas que cierre. Todos necesitamos de todos para crear un mundo seguro. Lo único que nos salva es la solidaridad. Nuestras vidas dependen de quienes generosamente estén dispuestos a arriesgar la suya por nosotros. De quien se ofrece a dar la suya como grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto. Necesitamos de los maestros, el personal sanitario, los que protegen nuestras vidas, los que producen nuestros alimentos, los que hacen funcionar el mundo en que vivimos. Necesitamos darles nuestro aplauso cada noche, las posibilidades de hacer su trabajo con seguridad, el estímulo de recibir su paga justa. Necesitamos unos de otros. Pero nuestras formas de organizar la sociedad no lo reconocen. Siguen protegiendo el afán de lucro, de acumulación, sobre el espíritu de solidaridad y el reconocimiento de nuestra interdependencia. Seguimos defendiendo lo mío a costa de lo nuestro. Seguimos queriendo menos impuestos, aunque impliquen menos servicios públicos. Seguimos queriendo que los salarios sean regidos por la ley de la oferta y la demanda y no por el justo reconocimiento a un servicio necesario.

 

Que la pandemia nos enseñe a organizar la economía y el poder de otra manera en la casa, en el mercado, la Iglesia, la nación y la comunidad internacional.