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Cultura y sociedad | Por Hugo Murno/Periodista e intelectual argentino

Ni tengo idea de cuánto tiempo hace que estoy dentro del agua... ¿minutos, horas? No pueden ser algo menos que tres horas, dado que aún conservo la temperatura basal de mi cuerpo. Si bien es una noche calurosa y el agua no está muy fría, nadie puede resistir mucho rato metido en el mar aunque se mueva y nade permanentemente.

Cada tanto hago la plancha, después sigo dando brazadas siempre mirando las luces lejanas, de la ciudad, más allá de la playa y tratando de seguir manteniendo el rumbo paralelo a aquellas. Pero sé que el cansancio terminará venciéndome, que el sueño podrá más o me sobrevendrá un calambre. No, nada de eso me habrá de suceder. Debo seguir moviéndome, nadando todo el tiempo, flotando sin pensar. No pensar, sobre todo no pensar. Sin embargo tengo la mente llena de pensamientos. Pensamientos y recuerdos. Voy de los últimos, los más recientes sucedidos hoy, hasta los de toda mi vida, que no es mucha: apenas tengo 19 años. Pero he vivido mucho. Y aprendí a nadar no hace relativamente tanto, después de una experiencia muy traumática en mi infancia. Aprendí a nadar cuando creía que nunca iba a lograrlo, que no iba a poder hacerlo jamás. Y eso me sirve ahora. ¿Me sirve? ¿Me servirá?

La experiencia traumática con el nado me sucedió hace exactamente catorce años. Mi tía Lea me lleva a "aprender natación" al Instituto Martiniano Grau Molina, un centro gimnástico de la por entonces decadente elite porteña; nací y viví en Buenos Aires, hasta que mi familia decidió emigrar, hacer aliá, en los 90. Cuando cumplí cinco años, y ella y todos mis otros tíos afirman que "hay que saber nadar", Mi padre dice que no. Él no sabe. Él le tiene mucho miedo al agua. MI madre no opina. No es que no quiera hacerlo: no puede: una rara enfermedad la dejado sin habla después del parto. Parto en el cual nací. Eso lo mantiene deprimida y no sale nunca de casa. Mi padre si sale. Sale una mañana y va a ver mis progresos en la natación. Yo no lo sé de antemano, es una sorpresa. Apenas traspone la puerta del natatorio y me ve metido adentro de esa enorme pileta, junto al instructor claro, se asusta y grita de miedo.

Escucho su voz, su grito y soy yo el que se asusta. Me aferro al cuello del instructor y nos hundimos. No nos ahogamos: el instructor es hábil, joven pero muy experimentado, fuerte, vigoroso y sale enseguida a la superficie conmigo prendido a su cuello. El muchacho ha quedado exhausto y yo he tragado muchísima agua. Nos ayudan a salir de la pileta y nos reaniman. También están reanimando a mi padre. No vuelvo al natatorio: una sinusitis se instala en mi organismo y dura actualmente.  Y le tomo aprensión al agua y no puedo volver a meterme ni en una pileta ni mucho menos en el río ni en el mar. No puedo gozar de salidas en verano a esos destinos. Odio a mi padre por eso.

Años, varios años después, ya adolescente aprendo a nadar y puedo contar la alucinante experiencia vivida una noche, esa noche, en el Mediterráneo frente a Beirut.

Aprendí a nadar, no como una técnica de sobrevivencia; técnicas de ese tipo me las enseñaron después. Pero esa noche, “escondido”, “refugiado” dentro del mar el saber nadar me resultó fundamental para tener una respuesta a ese interrogante: ¿me serviría? 

Bueno, creía que sí. Esperaba que sí. Por lo menos me había servido para decidir que lo mejor que podía hacer era meterme en el mar y nadar. Para así alejarme y no seguir escondiéndome detrás de ese montículo en medio de la playa, a pocos metros de esa calle que corre paralela a la costa. 

Allí, en esa calle todavía debe estar el camión aquel desde el que nos tiroteaban mientras corríamos cuando abandonamos el tanque. El camión, cargado de tipos armados que tiraban y tiraban, llegó de improviso, apareciendo de la nada como sincronizado para apoyar a los que nos disparaban desde varias ventanas y los techos de las pocas casas y pequeños edificios de departamentos que aún quedaban en pie en el lugar.

Seguramente fue desde alguna de esas ventanas o de esos techos de donde partieron los disparos que le dieron en la cabeza al capitán. Estábamos los dos asomados, el capitán y yo, su segundo al mando, en la torreta abierta de nuestro blindado, con medio cuerpo afuera cantando, eufóricos. Cantábamos como los demás que iban adentro, al igual que los tripulantes de los otros cuatro tanques que nos seguían en fila india y que formaban parte de nuestro pelotón. Veníamos del centro de la ciudad, triunfantes. Eso creíamos. Habíamos concluido con éxito y sin bajas la misión encomendada: arrasar aquella parte de la ciudad desde el centro hasta la playa y no dejar a nadie ni nada en pie. Sobre todo a nadie que pudiera causarnos bajas, heridos o muertos en nuestro raid. Por eso estábamos acercándonos al mar. Era esa una posición menos riesgosa que el permanecer estacionados en las callejuelas que habíamos asolado a tiros de metralla, aplastando vehículos y todo cuanto estuviera al borde las estrechas veredas o rompiendo muros al doblar por las angostas esquinas. Además, en las ruinas de los edificios del centro, como en cualquier otro lugar, podían emboscarse francotiradores.

Caía la tarde y nos merecíamos un descanso y hasta un refrescante chapuzón en el mar, después de más de quince horas rastrillando y ametrallando sin ton ni son aquellos barrios y el centro de Beirut. Tirábamos ráfagas de metralla a todo: puertas, ventanas, paredes, los frentes de los comercios y vidrieras, autos y demás vehículos estacionados o en movimiento, huyendo de nuestro avance y, sobre todo, a lo que se moviera, personas o animales, que también trataban de huir. A todo. Todo.

Así era como lo hacíamos siempre. Así lo habían hecho otros antes que nosotros y esta vez no iba a variar en nada, aunque la idea (y la orden) había sido que fuera diferente a otras veces. Que fuera definitiva. Pensábamos que había sido una incursión exitosa. Había comenzado como en otras oportunidades: entrábamos en los poblados siempre antes del amanecer, cuando las sombras de la noche hacen más difícil que nos puedan ver hasta que quedan rodeados y no tienen escapatoria. Grupos de avanzada, infantes siempre, incursionan primero abatiendo a los perros que logran ubicar gracias a las miras luminosas. Esos perros si pueden percibirnos antes que los habitantes del lugar y comenzar a ladrar sin parar hasta que las gentes se despiertan y nos complican el avance. Mi amigo Aarón era uno de los destinados a matar a esos perros aulladores. Él, como tantos otros, manifestaba cierta prevención y hasta se negaban a ejecutar a personas, a hombres y mujeres, chicos y viejos. Entonces los destinaban a esa tarea de limpieza previa. Después si nos desplazábamos los blindados arrasando todo. A veces simultáneamente con el asalto de tropas aerotransportadas que se lanzaban desde los helicópteros artillados. Pero en esta oportunidad solo entramos los tanques y la infantería: Beirut es una ciudad muy grande como para “peinarla” en poco tiempo, sorpresivamente. Muchos enemigos, combatientes irregulares y tropas conviven en casi todos los barrios y las defensas actuarían de inmediato, cosa que sucedió. Pero toda resistencia fue vana, ya que nos fuimos imponiendo paso a paso, calle por callejuela, manzana por manzana, edificio por edificio. Cuando eso estuvo claro, cuando no quedaban dudas de que no iba a haber más resistencia nos dirigimos hacia la parte de la ciudad que linda con el mar. Nuestro capitán dio la orden, que trasmitimos por radio a los otros comandos de los blindados y hacía allí fuimos.

No esperábamos que nos recibieran a los tiros. A lo sumo podíamos tener que soportar andanadas de piedras, como en la primera intifada°, en la que decenas de muchachitos, chicos y adolescentes que aparecían de vaya saber dónde y nos arrojaban piedras y más piedras con mortífera puntería algunas y otras tan letales como aquellas, ya que caían cual lluvia torrencial. Pero esta vez fueron tiros, balazos de todo calibre y desde distintos ángulos, fuego cruzado de metralletas, fusiles, pistolas, descerrajados sin solución de continuidad desde innumerables ventanas altas y techos y esquinas, desde detrás de árboles y cuanto muro, vehículo o cosa sirviera de parapeto y resguardo a quienes nos atosigaban sin descanso, y sin darnos tiempo a reaccionar.

Así fue como certeramente dieron en la cabeza del capitán ni bien comenzó la balacera. Pero los balazos no venían solos: los acompañaban audaces llegadas de portadores de granadas y bombas molotov que impactan en las paredes de nuestros blindados primero, hasta que algunas de esas comenzaron colarse por las torretas abiertas de nuestros tanques convirtiéndolos en trampas de acero letales; obligándonos a abandonarlos ni bien se produjo una suerte de intervalo en medio de esa minúscula, pero mortífera batalla que nos permitió salir y correr a los que no habíamos sido muertos o malheridos. 

Entonces apareció aquel camión cargado de tipos vociferantes que disparaban sin ton ni son a todas partes, al aire a los blindados y a nosotros que corríamos y corríamos sin parar, desesperados tratando de encontrar refugio o protección para repeler el ataque desde posiciones menos vulnerables. Así fue como me parapeté tras ese montículo de arena y arbustos al borde de la última calle en el linde con la playa. Sin más armas que mí revolver descargado: la uzi había quedado en el asiento de mi puesto dentro del blindado...

No sé cómo permanecí tanto rato de pie, pegado al montículo de arena y arbustos, temblando, espantado por los gritos que lanzaban los tipos que se bajan en tropel del camión y nos persiguen disparándonos. Y por los gritos de mis compañeros al ser alcanzados por las ráfagas y los disparos. Corro, corro, corro. Y encuentro ese lugar y nadie repara en que estoy allí escondido: pasan de largo, los veo a mis compañeros corriendo como lo hiciera yo hasta unos momentos, y atrás decenas de tipos vociferando y disparando sus armas ferozmente. Y no me ven… Tiemblo y estoy empapado de traspiración y meado. Tengo mucho miedo, pavor.

Volverán. Van a volver y entonces me verán y me matarán. O algo peor: me torturarán antes de matarme.

Impulsivamente salgo corriendo, sin parar, hacia el mar. Me quito los borceguíes, y me meto en el agua, mientras abruptamente cae la noche. Y nado. Nado todo el tiempo y trato de calmarme, razonar y no perder de vista las luces de la ciudad.

Beirut, esa ciudad iluminada a pesar de que hace unas pocas horas la invadiéramos y arrasáramos, está allí, lejos y me sirve de guía y sostén. Siento muchas cosas a la vez: esperanza de sobrevivir y horror al recordar lo que hiciéramos hace unas horas, como tantísimas otras veces. Acciones que todos conocemos porque nos las han contado una y otra y otra vez; y porque, como en la de hoy participamos, activa y salvajemente. Ahora lo sé, ahora lo siento así y me horroriza. Y a pesar de todo eso quiero vivir. Y nado.

Pero no sé cuánto tiempo más lograré sostenerme sin entumecerme y sucumbir ahogado.

Una luz rasante barre el mar muy cerca de donde nado. Una vez, dos, tres veces. Y no viene de tierra, de la playa, la expanden desde un helicóptero que ahora escucho y visualizo cuando ya está casi encima de donde desesperadamente braceo y grito porque me doy cuenta que son los nuestros, los que me buscan. Pero se van. El helicóptero retoma el rumbo de donde venía.

Y ahora son gritos y haces de luz que llegan desde la orilla enfocado cerca de donde estoy ya casi sin fuerzas.

Entran al agua, me recogen, me sacan de allí, me depositan en la arena, los reconozco, reconozco sus uniformes, sus palabras y creo reconocer a algunos de los de mi compañía. Los reconozco antes de desmayarme.

                                                  ***

Este cuento está inspirado en el filme israelí-germano-francés Vals con Bashir, una película de animación documental dirigida y escrita por Ari Folman, estrenada el 5 de junio de 2008 en Israel. H. M. 27/10/2016

En el año 1982, Ari Folman fue a los 19 años soldado de infantería en las Fuerzas de Defensa de Israel. En 2006, se reúne con un amigo que hizo en su período de servicio militar, quien le cuenta que sufre numerosas pesadillas que parecen estar relacionadas con algo que sucedió en la Guerra del Líbano de 1982. Folman, que también participó en dicha guerra, se sorprende de no recordar nada de ese período. Al cabo de unas horas, le viene un flash sobre la noche de la masacre de Sabra y Chatila, siendo la primera imagen que logra ver, aunque duda sobre la veracidad de la misma. Dicha imagen empezará a volver a su cabeza cada vez con más frecuencia sin poder a llegar a descifrarla, donde aparece él y sus amigos de la unidad bañándose en la orilla del mar en Beirut, mientras caen bengalas suavemente iluminando la oscura noche, dejando a la vista los edificios destrozados cercanos a la playa. Folman se apresura a reunirse con otro amigo suyo con quien sirvió en el Líbano, quien le aconseja que investigue lo que pasó hablando con sus antiguos compañeros para ver si puede recuperar su memoria sobre los hechos allí ocurridos.

°La Primera Intifada empezó en 1987 con la famosa "Guerra de las piedras". Las imágenes televisadas mostraban batallas callejeras entre palestinos y miembros de las Fuerzas de Defensa de Israel, en la que los palestinos atacaron con piedras y otros objetos al ejército de Israel, y este respondió con armas de fuego, de ahí el nombre de "Guerra de las piedras" o "Piedras contra balas"; la violencia decayó en 1991 y tocó a un fin más completo (aunque no decayó totalmente) con la firma de los Acuerdos de Oslo (13 de septiembre de 1993) y la creación de la Autoridad Nacional Palestina. Desde el 9 de diciembre de 1987 hasta la fecha de la firma de los citados Acuerdos, 1.162 palestinos y 160 israelíes murieron a causa de los enfrentamientos de la Primera Intifada.