Contáctenos Quiénes somos
Opinión | Pablo Mella, sj

Como suele suceder en los períodos electorales, el tema de Dios aparece en la boca de diversos actores para justificar determinados posicionamientos acerca de los candidatos o de los programas de gobierno que prometen los partidos.

Dios es invocado tanto por los actores partidarios (incluso por aquellos que muy probablemente no sean muy piadosos) como por los actores de las diversas iglesias cristianas (en nuestro país las confesiones religiosas no cristianas prácticamente no se visibilizan en la esfera pública, en parte por su reducido número).

Tengo la impresión de que ninguno de los que invoca lo divino para sus posicionamientos políticos se pregunta si está invocando el nombre de Dios en vano, como reza uno de los mandamientos. Creo que una pregunta se impone desde el lado teológico: ¿cómo invocar el nombre de Dios en el debate público sobre temas políticos sin caer en la manipulación de la imagen de Dios? Quisiera ofrecer algunas pistas sobre esto.
 
1)                 Articular un discurso público en base a los valores democráticos
 
Cualquier enunciador que participe del debate público habrá de utilizar un lenguaje o discurso democrático. Esto incluye el respeto por la diversidad de opiniones y la renuncia explícita al chantaje y la amenaza. El lenguaje auténticamente democrático es el más coherente con el mandamiento del amor y con la misericordia cristiana para la participación en la vida pública.
Tres valores caracterizan la gran tradición democrática: igualdad, libertad  y rendición de cuentas. Ninguna participación en el debate público puede olvidar estos valores.
 
El valor de la igualdad lleva a renunciar a todo privilegio o posición ventajosa en el terreno de lo público. Positivamente, la igualdad significa que, en principio, las mismas oportunidades están ofrecidas a todos los ciudadanos. Ciertamente, no todos los ciudadanos necesitan las mismas cosas para vivir, dado que las personas son diferentes. Pero, de salida, nadie debe de ser excluido de bienes sociales que tocan la igual dignidad de la persona humana. Así, por ejemplo, nadie en principio debe de ser excluido de participar en la vida pública, teniendo derecho a que su voz sea escuchada. Tampoco a nadie se le debe de negar justicia cuando se ha atentado contra sus derechos fundamentales. Podría decirse que hoy día la igualdad se expresa de manera concreta en la isonomía o igualdad ante la ley, especialmente en el terreno de dichos derechos fundamentales.
El valor de la libertad implica renunciar a toda coacción o manipulación de la voluntad de las personas. Cualquier amenaza en el terreno electoral atenta contra la democracia. Si un argumento logra imponerse como decisión pública en base a la coacción se está promoviendo en los hechos un régimen totalitario. Pobre de quien se alegre por haber impuesto su punto de vista a través de la manipulación. Como consecuencia de aplicar este principio, quien participa de la vida pública debe de aprender a convivir perdiendo determinados debates; lo que no implica renunciar a vivir de acuerdo a lo que cree y a promoverlo en espacios eclesiales o grupales.
 
La rendición de cuentas o transparencia es el tercer gran valor tradicional de la democracia. En textos griegos antiguos que hablan sobre el tema aparece inclusive como el principal valor democrático. En efecto, quien administra o decide sobre la cosa pública lidia con algo que es de todos los ciudadanos. Los asuntos democráticos no son propiedad exclusiva de nadie. Por el principio de igualdad, la decisión que se vaya a tomar no puede excluir de manera avasalladora a quienes tengan otra posición. Mostrar claramente cómo se está procediendo con los fondos y asuntos públicos es esencial a la construcción política de una sociedad que siga la democracia.
 
Existe otro valor que no forma parte de esta gran tradición democrática. Se trata de un valor que ha emergido con fuerza en los últimos años, dados los cambios que han experimentado las sociedades en buena parte del globo terráqueo, justamente en nombre de la democracia. Se trata del valor de la diversidad. Este valor entra parcialmente en tensión con el valor fundamental de la democracia, que es el de la igualdad. En este punto, como toda obra humana, la democracia realmente existente muestra sus límites éticos.
 
El problema del reconocimiento de la diversidad para vivir en democracia se ha profundizado debido a dos fenómenos sociales. El primero y más importante es el de las migraciones. Estas han adquirido un volumen tal, que los actuales Estados nación se muestran incapaces de garantizar un trato igualitario a los inmigrantes. Pensemos, por ejemplo, en los sistemas públicos de salud. Por muchas partes del mundo se oyen quejas de que los inmigrantes consumen los servicios de salud de los nacionales y se exige, implícitamente, que se les niegue un trato igualitario en la materia. Lo mismo puede decirse con respecto a otras esferas, como el trabajo. En países de gran migración, esto toca también el reconocimiento de determinadas prácticas religiosas que demandan conductas especiales de vestimenta y de días de descanso. Este fenómeno ha hecho que se acuda de manera irracional al argumento de la soberanía nacional para negar derechos a determinados colectivos.
 
El segundo fenómeno que profundiza la demanda de respeto a la diversidad tiene que ver con la práctica de la sexualidad. Hemos sido testigos en la esfera pública dominicana de que, especialmente, las iglesias cristianas no están dispuestas a renunciar a determinados principios morales en la práctica de la sexualidad que entienden revelados por el mismo Dios. Dos temas están sobre el tapete en estos momentos: el del aborto para casos especiales y el de los matrimonios homosexuales. Para estos temas no parece haber solución que satisfaga a todos los ciudadanos dominicanos por igual. Por un tiempo, desde el punto de vista social (no desde el punto de vista legal) parece que todos seremos perdedores en este debate. De ahí la importancia de poner en práctica, asumiendo sus tensiones, los principios democráticos.
 
2)                 Del discurso a la acción
 
La apuesta por el discurso democrático implica, por tanto, un especial recurso a la razón. Se trata de buscar mediaciones sociopolíticas que respondan a los aspectos fundamentales que tocan la vida y la dignidad humana y que permitan profundizar la colaboración constructiva entre los diversos actores sociales en medio de la pluralidad de puntos de vista. Es el camino opuesto a la mutua descalificación sistemática. Como afirmó, quizá con excesivo entusiasmo, el papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium:
 
“Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos, como el ‘Atrio de los Gentiles’, donde ‘creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda de la trascendencia’. Éste también es un camino de paz para nuestro mundo herido.”(Evangelii Gaudium, n. 257).
 
De todas maneras, una reflexión detenida sobre el uso del lenguaje religioso en el debate electoral permite concluir que el problema no está tanto en las palabras o conceptos, sino en las prácticas concretas que se hacen detrás de la escena mediática. ¿De qué vale hablar de transparencia y lucha contra la corrupción cuando los legisladores bloquean sistemáticamente la ley de partidos? ¿Cómo hablar de compromiso si uno no acude a ninguna protesta contra la corrupción o, si se está en el poder, se criminaliza la protesta ciudadana? ¿Cómo hablar coherentemente como Iglesia cuando se siguen buscando donaciones y privilegios para las propias prácticas religiosas o salarios parecidos a los de las “botellas” para los pastores? Parecería que casi todos los dominicanos estamos en el mismo barco pirata que asalta el erario.
 
Entre otras acciones, posibles, hay una en especial que ayudaría a vivir en la vida política y evitaría el uso idolátrico del nombre de Dios en la campaña electoral. Esa acción es la de ley de partidos. Todas las iglesias y todas las personas de todos los partidos que se sientan verdaderamente comprometidas con el adecentamiento de la vida política encontrarán en este esfuerzo un lugar privilegiado para llevar a cabo el deseo expresado por Jesús en los evangelios: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
 
Esta famosa sentencia de Jesús es susceptible de muchas interpretaciones y hasta de francas manipulaciones si se saca del contexto de la Biblia en que se encuentra. Dentro del canon bíblico, la frase pertenece al género profético y afirma lo esencial del cristianismo con respecto a la política. Primero, la política no es divina, es humana. En la Antigüedad, los emperadores y grandes monarcas se hacían pasar como divinos y se hacían prestar culto. Hoy día, esa práctica no ha desparecido del todo, pues no pocos candidatos se hacen pasar como elegidos por Dios (o por la Virgen de la Altagracia, como si esta fuera Dios).  Segundo, la política es una esfera que debe de ser atendida de manera específica. Hay un espacio social para los “césares”, pero el mismo tiene que ser ordenado y sobre todo limitado. La posición cristiana en este punto ha sido muy realista desde sus inicios: el poder legalmente establecido se respeta; pero el poder que usurpa la ley es opresor y no debe obedecerse. En tercer lugar, el texto de Jesús deja claro que Dios está siempre por encima de los césares, es decir, de quienes controlan la vida política. Es este punto el que nadie debe de olvidar: Dios siempre espera de nosotros una respuesta más generosa y menos mezquina con los demás, a quienes llamamos “hermanos” e “hijos de Dios” independientemente de su condición social o personal. Por eso, en campaña, mejor sería no hablar de Dios, porque lo fundamental del tema ya ha sido revelado en Jesucristo. ADH 799.