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Opinión | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Se está despidiendo 2020, un año difícil para la humanidad y, en particular, para las personas, familias y poblaciones más vulnerables, debido a los efectos mundiales del COVID-19. A finales de este año, ¿qué lecciones de vida podríamos sacar, para nuestro mundo, de este complejo contexto de la pandemia mundial?

A continuación, presento tres de estas lecciones. Primera lección: Estamos relacionados los unos con los otros, más de lo que creemos

Desde que el COVID-19 fue reconocido y nombrado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) a inicios del año 2020, nos damos cuenta de cómo el coronavirus no ha dejado de “viajar” alrededor del mundo, infectando a millones de personas y provocando hasta el día de hoy la muerte de más de 1,6 millones de seres humanos. Es como si el mundo fuera una aldea.

La gran pregunta es cómo y de qué manera, a pesar de las estrictas medidas de prevención, control y vigilancia tomadas por distintos gobiernos, el coronavirus ha logrado ingresar a sus territorios. Incluso logró atacar a personas muy poderosas del mundo, por ejemplo, al mismo presidente estadunidense Donald Trump y al jefe de estado francés Emmanuel Macron.

La primera lección que se puede sacar de ello es muy sencilla, pero fundamental: estamos relacionados los unos con los otros, más de lo que creemos. Todas las mujeres y los hombres de la humanidad, estamos en relación, de una manera u otra. Más aún, estamos en contacto como cuerpos biológicos, más allá de la interface virtual de las nuevas tecnologías de información y comunicación y allende las múltiples fronteras y muros físicos, sociales, políticos, nacionales, étnicos y otros que erigimos para intentar aislarnos de los demás. 

Nuestras relaciones humanas, que se han tejido ya a escala planetaria, son reales y ocurren de modo físico, palpable y sintiente, aunque no siempre podamos dar cuenta de su trazabilidad, de modo detallado y en todas sus configuraciones concretas. Somos entonces cuerpos vinculados, biologías entrelazadas, organismos rizomados, piezas ensambladas de la naturaleza. 

Esta evidencia se nos ha hecho cada vez más patente por medio de los problemas planetarios, tales como el calentamiento global y ahora el COVID-19, que muestran nuestro devenir común como humanidad. Lo que no han logrado (al menos, no con la misma contundencia) los bellos ideales, por ejemplo, los “derechos humanos universales”, proclamados en 1948 en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que afirmó “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. 

Segunda lección: “Ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma”

La segunda lección que nos deja el COVID-19 parece contradictoria con la primera porque evidencia que esta común humanidad está desgarrada por otro virus, que es, pero —esta vez— esencialmente humano, a saber: la injusticia, la desigualdad, la inequidad. Una de las principales víctimas de este “virus humano”, que se ha replicado en todos los intersticios de la sociedad y del mundo, es la ciencia, una de las conquistas más importantes de la humanidad. 

Los beneficios de la ciencia están lejos de estar al servicio de todos los hombres y mujeres del mundo. En gran parte, dichos beneficios se distribuyen de acuerdo con el puesto o el lugar de cada uno y cada una en el campo social, en el tablero geopolítico de su país en el orden del mundo y conforme a un plexo de estratificaciones e incluso discriminaciones de todo tipo. 

Ya lo decía el escritor francés François Rabelais (1494-1553): “Ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma.” Evidentemente, la culpa de esta distribución desigual no se debe a la ciencia en sí, sino a los oscuros y poderosos intereses que la instrumentalizan a ella. 

Por ejemplo, ante la catástrofe del COVID-19, científicas y científicos de muchos países vienen trabajando sobre unas vacunas que ya se han fabricado con éxito. Más allá de los conflictos de intereses económicos corporativos, influencias geopolíticas y combates mediáticos entre gobiernos poderosos, Estados Unidos, Gran Bretaña, China, Canadá, Alemania, Rusia y otros países ricos, ya están vacunando a sus respectivos habitantes o están a punto de hacerlo; mientras que el resto del planeta sigue en la fila y esperando sus turnos (¿quién sabe hasta cuándo?) para acceder a dichas vacunas. 

Peor aún, “casi una cuarta parte de la población mundial puede no tener acceso a una vacuna covid-19 hasta, al menos 2022”, porque “de los 6.800 millones de dosis de vacunas contra el coronavirus producidas, 3.700 millones han sido compradas por países ricos”. 

De allí brotan varias preguntas: 

¿Qué posibilidades reales tienen los países “pobres” o “en vías de desarrollo” para beneficiarse (relativamente pronto o, al menos, antes de que ocurra allí una catástrofe) de estas vacunas, a pesar del llamado Fondo de Acceso Global para Vacunas covid-19 (Covax) que promueve la OMS para “acelerar el desarrollo y la fabricación de vacunas contra la covid-19 y garantizar un acceso justo y equitativo a ellas para todos los países del mundo”?  

¿Qué nos asegura que las personas realmente vulnerables tendrán prioridad para acceder a las vacunas en aquellos países y regiones tan desiguales, por ejemplo, en América Latina y el Caribe o en los mismos Estados, como los Estados Unidos, donde la discriminación es tan fuerte en contra de unos segmentos poblacionales tales como afros, indígenas, migrantes y refugiados? 

La paradoja es compleja. Por un lado, tomamos cada vez más conciencia de ser parte de una misma humanidad; por el otro, asistimos al triste hecho de que en esta humanidad “común” unos cuentan menos, otros cuentan poco y otros más no cuentan para nada. 

¿Qué significan pues lo “común”, la “humanidad”, el “ser parte de” una misma humanidad?

Tercera lección: La justicia es una necesidad vital 

Relacionada con la segunda lección, la tercera lección muestra cómo la justicia es una necesidad vital para nuestra supervivencia como especie. 

En pocas palabras, necesitamos “ajustarnos” como humanidad, es decir, de manera concreta, cambiar nuestros modos de vida eco-depredadores y las estructuras sanitarias, políticas y económicas, entre otras, de nuestras sociedades y el orden de este mundo: orden que —regido por el actual sistema neoliberal, su brutal e inhumana acumulación de riquezas y su mercantilización de la vida— es fuente de desigualdades, inequidades e injusticias.   

Desde hace un año, vemos cómo un virus pone en jaque nuestros sistemas de salud, haciéndonos caer en la cuenta de que la salud debe ser un derecho para todas y todos y no una mercancía a manos de unas cuantas empresas que la venden como en una subasta a los mejores postores. 

Por ejemplo, en los Estados Unidos, uno de los países más ricos del mundo, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) “han encontrado que los estadounidenses hispanos y negros en realidad habían muerto a una tasa 2.8 veces mayor que la de los estadounidenses blancos”. Ambas poblaciones han sido las principales víctimas del COVID-19 en este país, donde ha habido en el mundo el mayor número de muertes por coronavirus.

Esta dura evidencia en cuanto a la salud, desgraciadamente se puede comprobar en otros asuntos vitales como el acceso al agua y a la alimentación, entre otros. Entonces, convertir estas necesidades básicas en derechos humanos, realmente garantizados (más allá de la soberanía nacional), es una exigencia vital, es decir que necesitamos dichos derechos básicos para vivir. 

Es imperioso hacer de la salud un bien común, es decir, un bien de y para todas y todos, más allá de si el o la solicitante de este servicio tenga o no dinero. Este necesario ajuste, que evidentemente impactará los intereses de empresas y corporaciones privadas y del sistema capitalista neoliberal, es una cuestión de vida y muerte.

Este ajuste es sencillamente el nombre de la justicia en un sentido primario, es decir, como una necesidad vital para cuidar y salvar la vida de todas y todos en la sociedad y en el mundo entero.   

“Ajustarnos” para hacer justicia a la gran mayoría de seres humanos

Definitivamente, necesitamos revisar, discernir, repensar la vida como un todo. Además, en este complejo contexto de la pandemia mundial, la vida nos ha estado dando unas duras lecciones para que nos “ajustemos” de la manera arriba mencionada para “hacer justicia” a la gran mayoría de seres humanos que estamos dejando morir por acción u omisión. 

La pandemia del COVID-19 nos ha puesto cara a cara con la muerte, pero también con la vida. 

En este sentido, es indispensable reevaluar el sentido de la ciencia, enfocándola aún más hacia la vida, más allá de las preferencias políticas (izquierda, derecha o centro) que tengamos. Una de las variables que ha pesado demasiado en el desastre causado por el coronavirus en algunos países tiene que ver con la capacidad razonable o no de ciertos gobernantes para escuchar y tomar en cuenta las explicaciones científicas y adoptar políticas responsables, oportunas y fundamentadas en datos, estadísticas y conocimientos sólidos. 

Pero, ¿qué hacer para que la ciencia no sólo sea escuchada y tomada en cuenta por nuestras autoridades, sino que los beneficios prácticos de ésta, por ejemplo, las vacunas debidamente certificadas, y, en general, la tecnología, el dinero, el poder y las infraestructuras materiales tengan un sentido humano, es decir, sirvan para proteger la vida de todos y todas sin excepción?

 ¿Qué hacer para que lo humano no sea ajeno a ningún ser humano y, al contrario, sirva para cuidar y salvar al ser humano, principalmente al más vulnerable, y a la casa común donde cohabitamos como cuerpos en relación? 

En fin, ¿qué hacer para ser dignos y dignas de llamarnos humanidad?