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Opinión | Manuel Castells

Iniciamos la vacunación. Será una larga transición hasta controlar la pandemia. Un proceso en el que iremos recobrando el pulso de la vida. Pero una vida distinta de la que dejamos atrás, aunque lo esencial se preserve porque es lo que nos hace humanos: el amor, la familia, nuestras relaciones, el instinto de supervivencia, el deseo de vivir.

Aún nos queda un buen trecho y hay que armarse de paciencia porque cualquier desliz nos retrotraerá a la peor pesadilla. Tal vez en el verano lleguemos a un 70% de población vacunada, el umbral de inmunidad comunitaria. Seguiremos enmascarados por mucho más tiempo y medidas sanitarias más o menos estrictas seguirán en vigor mientras no se haya erradicado el virus en el planeta. No olvidemos que vivimos en un mundo globalizado en que todos somos interdependientes. No se salvará un trozo de humanidad. O todos o ninguno.

Y habrá que ir reconstruyendo y transformando la economía, hoy sostenida artificialmente por los gobiernos. La prioridad será el sistema sanitario, nuestro escudo defensivo que fue devastado por los irresponsables recortes presupuestarios en salud, investigación y educación durante las políticas de austeridad. La solidaridad y la paz social exigirán reforzar la protección social mientras sea necesario, extendiendo las coberturas de desempleo y pensiones. Con una nueva economía de los cuidados, por ejemplo repensando las políticas de vejez y dependencia y modificando el sistema actual de residencias de mayores, que en todos los países, a pesar del heroísmo del personal, se transformaron en campos de muerte. Aquí es donde tenemos que innovar. Y para poder pagar las políticas de protección, además de una nueva fiscalidad que grave a aquellas multinacionales que apenas tributan, tendremos que ser capaces de impulsar una nueva economía, recordando que el crecimiento de la productividad es la madre del cordero. Lo cual implica inversión sustancial e inteligente en ciencia, en innovación y en educación en todos sus niveles y ámbitos.

Más allá de la economía, en la transición que viene habrá que reconstruir el tejido social y político

También será necesario, en el caso de nuestro país, abordar la transformación estructural de una economía que, hoy por hoy, no será capaz de ese incremento de productividad si no se corrigen sus debilidades. Hay muchas, pero hay dos básicas. El peso excesivo del turismo, que en su forma actual ha demostrado su fragilidad como pilar de la economía. No se trata de dejar caer en la ­crisis un sector tan fundamental y del que depende al menos un 20% de empleo, sino de reconvertirlo, a partir de un proyecto de colaboración público-privado. Diversificándolo, desestacionalizándolo, estimulando actividades de mayor valor añadido, tales como turismo ecológico y cultural, y aumentando la cualificación de sus trabajadores y la modernización de sus empresas. El turismo interior tendrá que compensar el descenso de los flujos internacionales, limitados durante un largo periodo.

El otro gran problema es la reducida dimensión de las empresas, precisamente las generadoras potenciales de más empleo. La experiencia mundial indica que el progreso de este sector depende de su articulación en redes de empresas que sumen recursos y mercados sin perder la flexibilidad y la ca­pacidad de emprendimiento que representan. Se puede conseguir con digitalización y recualificación, precisamente el horizonte que proyectan los programas europeos. También habrá que adaptarse a la nueva organización de las empresas, con una importancia creciente del teletrabajo, que ha ve­nido para quedarse, así como el teleco­mercio, la teleadministración y el teletodo. Repoblando áreas despobladas. Ello exigirá nuevas formas de gestión y una nueva regulación de las condiciones laborales, asegurando los derechos de los trabajadores.

Más allá de la economía, en la transición que viene habrá que reconstruir el tejido social y político, gravemente dañado por la crisis de confianza que se ha extendido entre los ciudadanos de todos los países. La crisis de legitimidad de las instituciones democráticas ya era grave antes de la pandemia y se ha profundizado todavía más en la oscuridad de lo que hemos vivido, en parte por la insensatez de una parte de la clase política en casi todo el mundo, que frente al peligro común ha aprovechado para sacar tajada de sus mezquinos intereses. Véase lo que ha ­pasado en Estados Unidos, en Brasil y en otros lugares más próximos. Y en un mundo sin confianza en las instituciones y desconfiado de los demás se han difundido las más dañinas manipulaciones pseudoinformativas en esas omnipresentes redes sociales que anunciaban la autonomía comunicativa y se han convertido en propagandistas del fin de la civilidad.

No está claro que seamos capaces de restaurar la convivencia en las condiciones actuales de desgarro y violencia latente. Y si no somos capaces de hacerlo, individual y colectivamente, lo demás es simplemente imposible de gestionar. Porque esta pandemia no es el último peligro colectivo al que nos enfrentamos. Otras están en ciernes, según prevén muchos científicos. Y parece como si hubiéramos olvidado el cambio climático, que puede, en un tiempo no muy lejano, hacer inhabitable el planeta azul. Si no somos capaces de afrontar todos estos retos colectivamente, por encima de nuestras diferencias, como comunidad de humanos, reinventando la vida para salir de nuestros abismos de destrucción, tal vez no merezcamos sobrevivir como especie.