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Opinión | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

Desde hace un poco más de medio año y justamente para estos tiempos de “indigencia” a consecuencia del COVID-19, vengo leyendo a pequeños sorbos el poema “Permanencia del llanto” del poeta haitiano-dominicano Jacques Viau Renaud. En este artículo presento mi lectura de la segunda parte del mismo poema.

En esta segunda parte se destaca la muerte y se desfilan las dos posibles actitudes frente a ésta: la del valiente que la combate hasta su propia muerte, y la del cobarde sumiso que sólo la predice, pero sin hacer nada.  

Articulando poesía y filosofía, este texto muestra cómo, combatiendo la muerte con amor, el valiente, aún abatido, logra poner fin a la permanencia del llanto y de la muerte; lo que el poema expresa en este verso libre, de una gran profundidad filosófica: “¡Llanto para quebrar el llanto, muerte para matar la muerte!”

La mencionada segunda parte muestra el despliegue de la muerte, desde hace veinte siglos, en que se supo predecirla, mas no combatirla (¿alusión crítica a la actitud resignadora y derrotista de cierto cristianismo?):

“Locos, habéis tocado a las puertas de la muerte 

solo saben predecir la muerte 

y ella se quedó con vosotros!”  

¿Por qué ha “permanecido” (palabra muy “jacquesviauista”) la muerte, en particular, esta muerte que sí se puede prevenir y combatir? 

El poema culpabiliza directamente a los profetas de la muerte que son unos ineptos irresponsables: “No han aprendido a cobijar la tierra en el corazón/ ni a ganar la patria para el hombre.” 

Más allá del dato biográfico e histórico banal, según el cual el militante Viau Renaud luchó hasta su propia muerte en 1965 en las filas de las fuerzas rebeldes y contra las tropas de ocupación estadunidense para exigir el regreso al poder del presidente dominicano derrocado Juan Bosch, su poema está cuestionando la actitud de quienes (hasta hoy día) no defienden la vida y la propia tierra. Interroga a los falsos patriotas que abundan. 

El grito del poeta se eleva también en contra de quienes ven venir la muerte y no hacen nada: ni siquiera aprenden a combatirla. Por culpa de su ineptitud, cobardía e irresponsabilidad: “Ya no es necesario atar al hombre para matarlo.” El hombre inepto y cobarde es un sumiso y ya está muerto. De allí su sombrío futuro:

“Se ha dictaminado que su morada sea la sombra, 

que el pan deshabitado sea su alimento, 

que el pico le prepare el lecho 

y la pala le cubra el corazón.”

Al hombre que lucha con valor en contra de la muerte y a favor de la vida y de la propia tierra y que cae abatido en ese combate, le espera también un final triste:

“¿Qué es del hombre abatido? 

Nadie lo recuerda. 

Lo visten de trapos. 

Lo arrojaron en la parte trasera de la casa 

y allí 

con los residuos 

un guiñapo se amontona.”

Ante este panorama desolador para todos, absolutamente todos, permanece el llanto que se apodera no sólo del poema, sino cósmicamente de todos los hombres y de la tierra entera:

“Las llamas se extinguen. 

Se arrinconan los hombres en una sola sombra, 

en un solo silencio, 

en un solo vocablo, 

en un llanto solo 

y cuando todo sea uno, 

uno el llanto y el vocablo uno 

no habrá paz sobre la tierra.”

He allí el gran giro que da el poema. Los valientes abatidos marcan una diferencia crucial con respecto a los sumisos: ellos se van del mundo, pero no dejan en paz a nadie sobre la faz de la tierra:

“¿No habrá paz? 

Y aquellos que dictaminaron el destino del hombre, 

los que jamás contaron con los sumisos, 

amasarán con sangre su propia podredumbre. 

¡No habrá paz!”

La sangre de los luchadores abatidos muestra a los mismos asesinos la podredumbre de sus propias almas y manos manchadas. Lejos de ser vencidos, los abatidos convencen con su sangre y más allá de su muerte. Mientras que no cuenta para nada (ni siquiera para “aquellos que dictaminaron el destino del hombre”, es decir, los asesinos) el sumiso que no hace nada, se queda en silencio y aguarda la venganza en su corazón:

 “Y el sumiso, ¿qué hace? 

¿Dónde deposita su silencio? 

¿En qué lugar del corazón teje la venganza?”

Al final, el luchador abatido obtiene ética y espiritualmente la victoria sobre sus vencedores asesinos y puede incluso lograr que, algún día, sus compatriotas sumisos recuerden “que el hombre es aún capaz de cólera”. 

Tal como se puede deducir de allí, la visión de Jacques Renaud Viau no es maniquea, sino compleja: él confía en que, gracias al ejemplo del valiente abatido, todos sus compatriotas (incluso los sumisos) se animen a sumarse a la lucha contra la muerte; y que, con su sangre, el mismo asesino comprenda el carácter inmoral de su acción de matar a alguien que defiende una justa causa: la vida y la propia tierra. 

De manera dialéctica, el poema concluye que la muerte del valiente abatido vence a la misma muerte; así como el llanto de sus compatriotas que lo recuerdan a él y a su ejemplo triunfa sobre el mismo llanto:

“¡Llanto para quebrar el llanto, 

muerte para matar la muerte!”

Tal como lo plantea el inicio del poema: “Nada permanece tanto como el llanto”, entonces, sólo el llanto puede poner fin a su propia permanencia, quebrándose; así como sólo la muerte puede matarse a sí misma, dándose la muerte.  Pero, para que se produzca este milagro, es necesario que el ser humano no sea sumiso o que, al menos, recuerde el ejemplo de los valientes abatidos para justamente prender en el corazón “el fuego de la cólera”, es decir, las ganas de defender con amor la vida y la propia tierra. 

Sin las llamas de este fuego que ya se extinguieron y que sólo es capaz de reavivar el recuerdo de los mencionados valientes abatidos, no servimos para nada: somos unos vivos ya muertos. La paradoja de la muerte en vida, la expresa el poema con estos tropos: “la sombra” como morada, el “pan deshabitado” como alimento, “el pico” y “la pala” para surcar y cavar el lecho del corazón. 

O combatimos la muerte con valentía para poder vencerla con nuestra propia muerte o nos dejamos vencer por ella y morir aun viviendo.