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Opinión | Por Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana

El día 12 de enero de 2010 a las 16:53:09 (hora local de Haití), un mortal terremoto sacudió este país caribeño, en particular, su capital Puerto Príncipe y alrededores: la tierra tembló en este pedazo de isla que una aplastante mayoría de hombres y mujeres negras, descendientes de esclavizados africanos, habían convertido en la primera república negra del mundo en 1804, hace más de dos décadas.

Para algunas personas, sobre todo, creyentes de iglesias protestantes estadunidenses y otras de cuño europeo, el terremoto fue un castigo de Dios por este pecado imperdonable en contra de Francia, Europa, Occidente, la iglesia católica, Dios, los blancos y otros “intocables”.

El creole haitiano, el principal idioma de los haitianos, reaccionó de forma un poco más sensata e inteligente: utilizó los recursos lingüísticos para nombrar este fenómeno. De manera creativa, lo llamó “goudougoudou”, alejándose así de interpretaciones fanáticas, supersticiosas, alienadas e incluso coloniales y racistas y poniendo los pies en la tierra (que tembló) para acercarse, con los sonidos de esta onomatopeya, a los movimientos telúricos, esto es, a esta realidad literalmente “terrenal”.

Con esta misma sapiencia, el creole haitiano nombró las enormes pérdidas, causadas por el “goudougoudou” y que han dejado en la tristeza a cientos de miles de familias haitianas y a todo un pueblo. Llama estas pérdidas con un nombre demasiado irónico para la triste circunstancia, pero absolutamente certero: “gaspiyay” [en español, despilfarro].

El “goudougoudou” fue un despilfarro, en el que perdimos de lo poco y lo más valioso que teníamos. ¡Despilfarro que sigue hasta hoy, aunque bajo otras formas!

Las pérdidas más visibles fueron las pérdidas materiales y de las pocas infraestructuras (hospitales, carreteras, escuelas, universidades, etc.) que tenía un país ya de por sí empobrecido y que no ha podido proteger el derecho a la salud, la educación y la movilidad, entre otros servicios básicos, de sus ciudadanos y ciudadanas. ¿Cómo se puede perder de lo poco que se tenía?, ¡y en poco más de un minuto que duró el terremoto! ¡Qué despilfarro!

Las pérdidas más dolorosas fueron, sin duda, las pérdidas humanas: el terremoto se cobró entre 200 mil y 300 mil vidas haitianas. No hay ni una familia haitiana que no haya perdido a uno de sus miembros o un amigo, un vecino, un conocido, una persona cercana. Imaginémonos este gran cúmulo de vidas, la mayoría de ellas jóvenes, que quedaron atrapadas entre o debajo de los escombros o desaparecidas para siempre (¡con tanta falta que esta sangre joven le hace a un país exangüe!): el terremoto despilfarró todas estas vidas. ¡Qué despilfarro!

Además, algunas de estas vidas jóvenes fueron particularmente fundamentales para sus familias, tal como una de mis dos hermanas menores que, por su humanidad, solidaridad y sentido de servicio, era una persona ejemplar para nuestra madre y para los tres hermanos. ¿Cómo se puede perder, en un instante, la piedra angular de toda una familia?, ¡y lo más valioso que teníamos como persona humana y sensible en la familia! ¡Qué despilfarro!    

Pero, a 13 años del terremoto, no se sabe cuál “gaspiyay” o despilfarro ha sido peor: ¿el que causó esta catástrofe el 12 de enero de 2010 o el que siguió después, hasta hoy?

Es cierto que el “gaspiyay” del terremoto nos sacó muchas lágrimas y nos hundió en un duelo interminable, principalmente para aquellas familias que hasta hoy no hemos podido hacer el duelo o finalizarlo adecuadamente, debido a la desaparición de los cuerpos de nuestros seres amados. Pero, el despilfarro que sigue después, también nos ha destruido y sigue destruyendo vidas y esperanzas haitianas. Hablo en específico del “arte” (por supuesto) criminal de usar y abusar del dolor de todo un pueblo para lucrarse: empezando con los mismos dirigentes haitianos de entonces que, para poder quedarse en el poder, aceptaron entregar el liderazgo de la reconstrucción de Haití a la mal llamada comunidad internacional. ¡Qué despilfarro del liderazgo haitiano quizás en el momento histórico más clave para el país en este nuevo siglo XXI!

Estos malos dirigentes ignoraron y silenciaron las múltiples voces, experiencias, experticias y propuestas de un gran número de arquitectos, educadores, ingenieros, sociólogos y otros profesionales haitianos que, desde Haití y la diáspora (Canadá, Estados Unidos de América, Europa, América Latina, África y resto del Caribe), trabajaron activamente para aportar su grano de arena a la reconstrucción de su país. ¡Qué despilfarro de recursos humanos valiosos que habrían sido fundamentales para el tan ansiado renacer haitiano!

Los “cerebros” que se habían “fugado” de Haití, a consecuencia de la persecución política o en busca de mejores condiciones de vida en otros rumbos, querían poner sus conocimientos al servicio de la reconstrucción de su país como humildes “manos de obra”; pero recibieron como respuesta un No contundente y una implacable indiferencia. El papel de algunos intelectuales haitianos, como el recién fallecido sacerdote jesuita Kawas François, fue clave para insistir en la necesidad de que no se desperdiciaran estos valiosos aportes.

El valiente cura estaba predicando en el desierto haitiano, a pesar de su gran capital intelectual: fue doctor en sociología por el Instituto Católico de París, profesor renombrado en la Universidad Estatal de Haití y autor de varios libros de referencia nacional e internacional sobre la religión en Haití; además de su capital religioso como sacerdote jesuita con una gran trayectoria de lucha como teólogo de la liberación perteneciente a la llamada Iglesia de los pobres (Ti Legliz) en la época de la dictadura duvalierista. Todo fue en vano: no sirvió para inclinar la balanza a favor de los haitianos. Murió el pasado 23 de octubre de 2022 con tantos sueños incumplidos, con el corazón y la mente llenos de ideas y utopías para su querida Haití. ¡Qué despilfarro!   

Evidentemente, esta entrega servil de la ya de por sí diminuta soberanía haitiana en detrimento de la autodeterminación llevó a lo que ya sabemos: el despilfarro de cientos de millones de dólares americanos, recogidos en cumbres internacionales, para crear fondos destinados supuestamente a la reconstrucción de Haití. Unos millones que no sirvieron sino para pagar altos salarios de funcionarios de las Naciones Unidas, viajes y comodidades de personajes ilustres (por ejemplo, el ex presidente estadunidense Bill Clinton y todo el clan Clinton) y costosas operaciones de organizaciones internacionales y para alimentar la millonaria maquinaria de organizaciones humanitarias:  despilfarraron estos fondos, de los cuales el pueblo haitiano no sacó sino migajas.

He allí un gran ejemplo de cómo el “capitalismo del desastre” se aprovecha de la desgracia de los más pobres, utilizando los mismos mantras: “Ayuda humanitaria para el país más pobre del hemisferio”, “Fondos para la reconstrucción de Haití”, “Solidaridad con las víctimas haitianas”. ¡Qué despilfarro de discursos trillados!   

En la historia reciente de Haití ha habido varias oportunidades que se despilfarraron, al igual que la reconstrucción después del terremoto del 12 de enero de 2010, por culpa de los malos dirigentes, por ejemplo: la llamada “segunda independencia” tras el derrocamiento del dictador Jean-Claude Duvalier el 7 de febrero de 1986 y la llegada al poder del presidente popular Jean-Bertrand Aristide el 16 de diciembre de 1990.

Los mecanismos utilizados para despilfarrar estos acontecimientos históricos han sido los mismos: un grupo de políticos haitianos (antes eran los militares y, desde 1994 con la disolución de las fuerzas armadas, son los políticos tradicionales) se apoderan del poder político o lo afianza incluso por los medios más execrables y sangrientos (tal como ocurrió con el golpe de estado en contra de Aristide en 1991), tejen alianzas siniestras con los tres países más influyentes en Haití -Estados Unidos, Canadá y Francia- e impiden al mismo pueblo participar en las grandes decisiones sobre su propio futuro: secuestran estos momentos históricos para luego despilfarrarlos a su antojo.

Es así como se vienen despilfarrando acontecimientos claves que han marcado parteaguas en la historia haitiana. Despilfarros que han contribuido grandemente a dar la estocada a la esperanza en Haití en las últimas cuatro décadas. Hemos vivido en Haití un continuo y constante esperancidio que, sin duda, ha sido el factor más importante de expulsión de los haitianos de su país, incluso por encima de la pobreza, la inseguridad, la persecución política. La razón de ello es fácil de entender: ¿Cómo te vas a quedar en un país y luchar para permanecer allí, cuando no ves ninguna esperanza, ningún futuro ni para ti ni para el mismo país?

Es evidente que la desesperanza le ha ido ganando cada vez más terreno a la lucha, utopía, resistencia y reexistencia de los poderosos movimientos sociales campesinos, obreros, estudiantiles, artistas, feministas, juveniles, vudú y otros en el país. Como resultado de ello, el creciente esperancidio ha sido el drama más profundo que Haití ha venido enfrentando. Drama que, paradójicamente, nos permite ver que la migración forzada haitiana, en particular, la de jóvenes y familias enteras, es uno de los ejemplos más palpables del último esfuerzo que la esperanza ha estado desplegando para mantenerse viva y a flote, aunque moribunda y en agonía: la esperanza viene emigrando de Haití para no verse morir ya que debe ser la última que muere.

La migración forzada haitiana es entonces una “migración de esperanza”, en medio de y a pesar de las múltiples amenazas y tragedias enfrentadas por las personas migrantes haitianas (en particular, las mujeres y la niñez migrante) en su periplo de sur a norte del continente americano, en mar abierto en el Archipiélago del Caribe y “anba fil” (de manera irregular por la frontera común) hacia República Dominicana.

Esta “migración de esperanza” es una de tantas señales de que no todo está perdido para Haití. Que la esperanza haitiana aún no ha muerto y, al contrario, emigra de Haití, re-emigra desde Brasil y Chile, navega, escala montañas, atraviesa selvas, camina junto con la caravana y así termina recorriendo el continente (cuando las y los migrantes no mueren en el intento), luchando y resistiendo contra los embates de la naturaleza (furia de los ríos de los mares y los animales salvajes) y la maldad de los grupos delincuenciales impunes, dedicados al tráfico ilegal de armas, drogas y personas.

Por lo tanto, los países de tránsito y recepción en el continente americano, incluyendo nuestro país Colombia y toda nuestra región de América Latina, deberían ser hospitalarios con esta migración (de hecho, con todas las migraciones, cubana, venezolana, nicaragüense, colombiana, africana que están pidiendo hospitalidad), dándole así a esta valiente “esperanza migrante” una oportunidad ante tantos despilfarros de vidas haitianas tanto en Haití como en situación de movilidad humana en múltiples lugares tan complejos y a menudo hostiles como el Darién (frontera colombo-panameña), Centroamérica, Tapachula (frontera de México con Guatemala), Tijuana y otras ciudades en la frontera norte con Estados Unidos.